


Universidad de las Fuerzas Armadas ESPE
Unidad de Educación a Distancia
Dedicatoria:
Este cuento esta dedicado para el publico infantil y las familias.
Mensaje:
Nos enseña a educar a nuestros hijos con amor y paciencia, a valorar su emociones y sentimientos, a darnos cuenta siempre de sus necesidades e intereses.







Érase una vez en un reino muy lejano, vivía una hermosa niña de 6 años, de tez blanca y hermosos ojos verdes, los cuales parecían estar siempre sin brillo... Su nombre era Valery. El castillo donde habitaba, imponente y solitario, estaba separado del pueblo por una muralla alta y gris que parecía dividir dos mundos.

Al otro lado de la muralla, los campesinos, a pesar de su pobreza, vivían felices con una sonrisa en su rostro. Este lado de la muralla era diferente; los niños eran quienes llenaban a su pueblo de alegría.







La triste princesa Valery, desde que comenzaba el día, tenía que cumplir con tareas rigurosas que no le permitían sonreír, hacer amigos y disfrutar de su infancia. Debía aprender a tocar el arpa, a bailar con gracia y a hablar varios idiomas. Valery solo obedecía todo lo que le enseñaban, aunque le intrigaba cómo vivían las personas del otro lado. Sus padres solo le decían:



Haz caso a tu padre. Debes comportarte como una princesa. El mundo de afuera no tiene nada de interesante.

Hija, ve hacer tus deberes; es en lo único que debes dedicarte.

Una noche muy oscura, la curiosidad se apoderó de la princesa; no pudo resistir más. Salió de su habitación con cuidado, esquivando a sus guardias. Abajo, el jardín se extendía como un mar de sombras, los arbustos se mecían como espectros y la luna, tímida, apenas iluminaba el camino.





Mis padres me van a castigar; esto lo destruirá.
Y si...
No, lo haré






Caminó toda la noche hasta el amanecer. Valery estaba muy cansada; a lo lejos pudo escuchar risas, y supo que el pueblo estaba cerca. Se apresuró y pudo ver cómo sonreían todas las personas y la relación cariñosa entre padres e hijos. Esto llamó la atención de Valery y sin darse cuenta, los campesinos habían notado la tristeza de sus ojos, tan diferente a la alegría que ellos estaban acostumbrados a ver. La princesa los saludó con una voz risueña, intentando sonar alegre, pero no podía ocultar el miedo que sentía por estar en un lugar distinto:






¿Eres una princesa?, ¡Nunca he visto una!
!HOLA!
¿Estás perdida?
Tal vez no encuentra el camino al castillo.






Muy pronto, los niños del pueblo se acercaron a saludarla; una niña abrazó a la princesa y vio sus hermosos ojos sin brillo. Con una amable sonrisa la llevó a recorrer el pueblo. La princesa, que no estaba acostumbrada a ver personas felices, la siguió aún con duda.




No, no estoy perdida, salí a dar un paseo.
Pero... no conozco a nadie aquí.
Princesa: En el pueblo todos son amigables. ¡Estoy segura que le va a encantar!


La princesa, cautivada por la inocencia de la niña, se dejó llevar. Juntas exploraron las calles, los coloridos mercados y los campos verdes que rodeaban el pueblo. La pequeña le mostró su huerto, donde crecían frutas y verduras jugosas, y le habló de los animales que cuidaba su familia.


Mientras tanto, en el castillo, sus padres estaban desesperados sin saber nada de su pequeña hija; pidieron ayuda a los nobles campesinos y empezaron su búsqueda. No tardaron mucho en darse cuenta de que la princesa se encontraba en el pueblo conociendo un nuevo mundo para ella.










La noticia cayó como un rayo en el corazón del rey y la reina. Ordenaron a los sirvientes traer su carruaje de inmediato. Preocupados por el bienestar de su joven hija, se transladaron al pueblo.
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Érase una vez en un reino muy lejano, vivía una hermosa niña de 6 años, de tez blanca y hermosos ojos verdes, los cuales parecían estar siempre sin brillo... Su nombre era Valery. El castillo donde habitaba, imponente y solitario, estaba separado del pueblo por una muralla alta y gris que parecía dividir dos mundos.

Al otro lado de la muralla, los campesinos, a pesar de su pobreza, vivían felices con una sonrisa en su rostro. Este lado de la muralla era diferente; los niños eran quienes llenaban a su pueblo de alegría.







La triste princesa Valery, desde que comenzaba el día, tenía que cumplir con tareas rigurosas que no le permitían sonreír, hacer amigos y disfrutar de su infancia. Debía aprender a tocar el arpa, a bailar con gracia y a hablar varios idiomas. Valery solo obedecía todo lo que le enseñaban, aunque le intrigaba cómo vivían las personas del otro lado. Sus padres solo le decían:


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