CUENTO DE PATITO FEO
CUENTO EL MONO TRAVIESO Y EL PANDA AMISTOSO
CUENTO EL CONEJITO SOÑADOR
CUENTO
CUENTO EL PERRITO JUNIOR
CUENTO LA GRAN SERPIENTE DEL MAR

CUENTO DEL PATITO FEO
Había una vez lindos eran los días de verano! ¡Qué agradable resultaba pasear por el campo y ver el trigo amarillo, la verde avena y las parvas de heno apilado en las llanuras! Sobre sus largas patas rojas iba la cigüeña junto a algunos flamencos, que se paraban un rato sobre cada pata. Sí, era realmente encantador estar en el campo
Bañada de sol se alzaba allí una vieja mansión solariega a la que rodeaba un profundo foso; desde sus paredes hasta el borde del agua crecían unas plantas de hojas gigantescas, las mayores de las cuales eran lo suficientemente grandes para que un niño pequeño pudiese pararse debajo de ellas. Aquel lugar resultaba tan enmarañado y agreste como el más denso de los bosques, y era allí donde cierta pata había hecho su nido. Ya era tiempo de sobra para que naciesen los patitos, pero se demoraban tanto, que la mamá comenzaba a perder la paciencia, pues casi nadie venía a visitarla.
Al fin los huevo se abrieron uno tras otro. “¡Pip, pip!”, decían los patitos conforme iban asomando sus cabezas a través del cascarón.
—¡Cuac, cuac! —dijo la mamá pata, y todos los patitos se apresuraron a salir tan rápido como pudieron, dedicándose enseguida a escudriñar entre las verdes hojas. La mamá los dejó hacer, pues el verde es muy bueno para los ojos.
—¡Oh, qué grande es el mundo! —dijeron los patitos. Y ciertamente disponían de un espacio mayor que el que tenían dentro del huevo.
—¿Creen acaso que esto es el mundo entero? —preguntó la pata—. Pues sepan que se extiende mucho más allá del jardín, hasta el prado mismo del pastor, aunque yo nunca me he alejado tanto. Bueno, espero que ya estén todos —agregó, levantándose del nido—. ¡Ah, pero si todavía falta el más grande! ¿Cuánto tardará aún? No puedo entretenerme con él mucho tiempo.
Y la pata fue a sentarse de nuevo en su sitio, en el nido.
—¡Vaya, vaya! ¿Cómo anda eso? —preguntó una pata vieja que venía de visita.
—Ya no queda más que este huevo, pero tarda tanto… —dijo la pata echada—. No hay forma de que rompa. Pero fíjate en los otros, y dime si no son los patitos más lindos que se hayan visto nunca. Todos se parecen a su padre, el muy bandido. ¿Por qué no vendrá a verme?
—Déjame echar un vistazo a ese huevo que no acaba de romper —dijo la anciana—. Te apuesto a que es un huevo de pava. Así fue como me engatusaron cierta vez a mí. ¡El trabajo que me dieron aquellos pavitos! ¡Imagínate! Le tenían miedo al agua y no había forma de hacerlos entrar en ella. Yo graznaba y los picoteaba, pero de nada me servía… Pero, vamos a ver ese huevo…
—Creo que me quedaré sobre él un ratito aún —dijo la pata—. He estado tanto tiempo aquí sentada, que un poco más no me hará daño.
—Como quieras —dijo la pata vieja, y se alejó contoneándose.
Por fin se rompió el huevo. “¡Pip, pip!”, dijo el pequeño, volcándose del cascarón. La pata vio lo grande y feo que era, y exclamó:
—¡Dios mío, qué patito tan enorme! No se parece a ninguno de los otros. Y, sin embargo, me atrevo a asegurar que no es ningún crío de pavos.
Al otro día hizo un tiempo maravilloso. El sol resplandecía en las verdes hojas gigantescas. La mamá pata se acercó al foso con toda su familia y, ¡plaf!, saltó al agua.
—¡Cuac, cuac! —llamaba. Y uno tras otro los patitos se fueron abalanzando tras ella. El agua se cerraba sobre sus cabezas, pero enseguida resurgían flotando magníficamente. Movían sus patas sin el menor esfuerzo, y a poco estuvieron todos en el agua. Hasta el patito feo y gris nadaba con los otros.
—No es un pavo, por cierto —dijo la pata—. Fíjense en la elegancia con que nada, y en lo derecho que se mantiene. Sin duda que es uno de mis pequeñitos. Y si uno lo mira bien, se da cuenta pronto de que es realmente muy guapo. ¡Cuac, cuac! Vamos, vengan conmigo y déjenme enseñarles el mundo y presentarlos al corral entero. Pero no se separen mucho de mí, no sea que los pisoteen. Y anden con los ojos muy abiertos, por si viene el gato.
Y con esto se encaminaron al corral. Había allí un escándalo espantoso, pues dos familias se estaban peleando por una cabeza de anguila, que, a fin de cuentas, fue a parar al estómago del gato.
—¡Vean! ¡Así anda el mundo! —dijo la mamá relamiéndose el pico, pues también a ella la entusiasmaban las cabezas de anguila—. ¡A ver! ¿Qué pasa con esas piernas? Anden ligeros y no dejen de hacerle una bonita reverencia a esa anciana pata que está allí. Es la más fina de todos nosotros. Tiene en las venas sangre española; por eso es tan regordeta. Fíjense, además, en que lleva una cinta roja atada a una pierna: es la más alta distinción que se puede alcanzar. Es tanto como decir que nadie piensa en deshacerse de ella, y que deben respetarla todos, los animales y los hombres. ¡Anímense y no metan los dedos hacia adentro! Los patitos bien educados los sacan hacia afuera, como mamá y papá… Eso es. Ahora hagan una reverencia y digan ¡cuac!
Todos obedecieron, pero los otros patos que estaban allí los miraron con desprecio y exclamaron en alta voz:
—¡Vaya! ¡Como si ya no fuésemos bastantes! Ahora tendremos que rozarnos también con esa gentuza. ¡Uf!… ¡Qué patito tan feo! No podemos soportarlo.
Y uno de los patos salió enseguida corriendo y le dio un picotazo en el cuello.
—¡Déjenlo tranquilo! —dijo la mamá—. No le está haciendo daño a nadie.
—Sí, pero es tan desgarbado y extraño —dijo el que lo había picoteado—, que no quedará más remedio que despachurrarlo.
—¡Qué lindos niños tienes, muchacha! —dijo la vieja pata de la cinta roja—. Todos son muy hermosos, excepto uno, al que le noto algo raro. Me gustaría que pudieras hacerlo de nuevo.
Eso ni pensarlo, señora —dijo la mamá de los patitos—. No es hermoso, pero tiene muy buen carácter y nada tan bien como los otros, y me atrevería a decir que hasta un poco mejor. Espero que tome mejor aspecto cuando crezca y que, con el tiempo, no se le vea tan grande. Estuvo dentro del cascarón más de lo necesario, por eso no salió tan bello como los otros.
Y con el pico le acarició el cuello y le alisó las plumas.
—De todos modos, es macho y no importa tanto —añadió—. Estoy segura de que será muy fuerte y se abrirá camino en la vida.
—Estos otros patitos son encantadores —dijo la vieja pata—. Quiero que se sientan como en su casa. Y si por casualidad encuentran algo así como una cabeza de anguila, pueden traérmela sin pena.
Con esta invitación todos se sintieron allí a sus anchas. Pero el pobre patito que había salido el último del cascarón, y que tan feo les parecía a todos, no recibió más que picotazos, empujones y burlas, lo mismo de los patos que de las gallinas.
—¡Qué feo es! —decían.
Y el pavo, que había nacido con las espuelas puestas y que se consideraba por ello casi un
emperador, infló sus plumas como un barco a toda vela y se le fue encima con un cacareo, tan estrepitoso que toda la cara se le puso roja. El pobre patito no sabía dónde meterse. Sentía terriblemente abatido, por ser tan feo y porque todo el mundo se burlaba de él en el corral.
Así pasó el primer día. En los días siguientes, las cosas fueron de mal en peor. El pobre patito se vio acosado por todos. Incluso sus hermanos y hermanas lo maltrataban de vez en cuando y le decían:
—¡Ojalá te agarre el gato, grandulón!
Hasta su misma mamá deseaba que estuviera lejos del corral. Los patos lo pellizcaban, las gallinas lo picoteaban y, un día, la muchacha que traía la comida a las aves le asestó un puntapié.
Entonces el patito huyó del corral. De un revuelo saltó por encima de la cerca, con gran susto de los pajaritos que estaban en los arbustos, que se echaron a volar por los aires.
“¡Es porque soy tan feo!” pensó el patito, cerrando los ojos. Pero así y todo siguió corriendo hasta que, por fin, llegó a los grandes pantanos donde viven los patos salvajes, y allí se pasó toda la noche abrumado de cansancio y tristeza.
A la mañana siguiente, los patos salvajes remontaron el vuelo y miraron a su nuevo compañero.
—¿Y tú qué cosa eres? —le preguntaron, mientras el patito les hacía reverencias en todas direcciones, lo mejor que sabía.
—¡Eres más feo que un espantapájaros! —dijeron los patos salvajes—. Pero eso no importa, con tal que no quieras casarte con una de nuestras hermanas.
¡Pobre patito! Ni soñaba él con el matrimonio. Sólo quería que lo dejaran estar tranquilo entre los juncos y tomar un poquito de agua del pantano.
Unos días más tarde aparecieron por allí dos gansos salvajes. No hacía mucho que habían dejado el nido: por eso eran tan impertinentes.
—Mira, muchacho —comenzaron diciéndole—, eres tan feo que nos caes simpático. ¿Quieres emigrar con nosotros? No muy lejos, en otro pantano, viven unas gansitas salvajes muy presentables, todas solteras, que saben graznar espléndidamente. Es la oportunidad de tu vida, feo y todo como eres.
—¡Bang, bang! —se escuchó en ese instante por encima de ellos, y los dos gansos cayeron muertos entre los juncos, tiñendo el agua con
su sangre. Al eco de nuevos disparos se alzaron del pantano las bandadas de gansos salvajes, con lo que menudearon los tiros. Se había organizado una importante cacería y los tiradores rodeaban los pantanos; algunos hasta se habían sentado en las ramas de los árboles que se extendían sobre los juncos. Nubes de humo negro se esparcieron por el oscuro bosque y fueron a perderse lejos, sobre el agua.
Los perros de caza aparecieron chapaleando entre el agua, y, a su avance, doblándose aquí y allá las cañas y los juncos. Aquello aterrorizó al pobre patito feo, que ya se disponía a ocultar la cabeza bajo el ala cuando apareció junto a él un enorme y espantoso perro: la lengua le colgaba fuera de la boca y sus ojos miraban con brillo temible. Le acercó el hocico, le enseñó sus agudos dientes, y de pronto… ¡plaf!… ¡allá se fue otra vez sin tocarlo!
El patito dio un suspiro de alivio.
—Por suerte soy tan feo que ni los perro tienen ganas de comerme —se dijo. Y se tendió allí muy quieto, mientras los perdigones repiqueteaban sobre los juncos, y las descargas, una tras otra, atronaban los aires.
Era muy tarde cuando las cosa se calmaron, y aún entonces el pobre no se atrevía a levantarse. Esperó todavía varias horas antes de arriesgarse a echar un vistazo, y, en cuanto lo hizo, enseguida se escapó de los pantanos tan rápido como pudo. Echó a correr por campos y praderas; pero hacía tanto viento, que le costaba no poco trabajo mantenerse sobre sus pies.
Hacia el crepúsculo llegó a una pobre cabaña campesina. Se sentía en tan mal estado que no sabía de qué parte caerse, y, en la duda, permanecía de pie. El viento soplaba tan ferozmente alrededor del patito que éste tuvo que sentarse sobre su propia cola, para no ser arrastrado. En eso notó que una de las bisagras de la puerta se había caído, y que la hoja colgaba con una inclinación tal que le sería fácil filtrarse por la estrecha abertura. Y así lo hizo.
En la cabaña vivía una anciana con su gato y su gallina. El gato, a quien la anciana llamaba “Hijito”, sabía arquear el lomo y ronronear; hasta era capaz de echar chispas si lo frotaban a contrapelo. La gallina tenía unas patas tan cortas que le habían puesto por nombre “Chiquitita Piernas cortas”. Era una gran ponedora y la anciana la quería como a su propia hija.
Cuando llegó la mañana, el gato y la gallina no tardaron en descubrir al extraño patito. El gato lo saludó ronroneando y la gallina con su cacareo.
—Pero ¿qué pasa? —preguntó la vieja, mirando a su alrededor. No andaba muy bien de la vista, así que se creyó que el patito feo era una pata regordeta que se había perdido—. ¡Qué suerte! —dijo—. Ahora tendremos huevos de pata. ¡Con tal que no sea macho! Le daremos unos días de prueba.
Así que al patito le dieron tres semanas de plazo para poner, al término de las cuales, por supuesto, no había ni rastros de huevo. Ahora bien, en aquella casa el gato era el dueño y la gallina la dueña, y siempre que hablaban de sí mismos solían decir: “nosotros y el mundo”, porque opinaban que ellos solos formaban la mitad del mundo, y lo que es más, la mitad más importante. Al patito le parecía que sobre esto podía haber otras opiniones, pero la gallina ni siquiera quiso oírlo.
—¿Puedes poner huevos? —le preguntó.
—No.
—Pues entonces, ¡cállate!
Y el gato le preguntó:
—¿Puedes arquear el lomo, o ronronear, o echar chispas?
—No.
—Pues entonces, guárdate tus opiniones cuando hablan las personas sensatas.
Con lo que el patito fue a sentarse en un rincón, muy desanimado. Pero de pronto recordó el aire fresco y el sol, y sintió una nostalgia tan grande de irse a nadar en el agua que —¡no pudo evitarlo!— fue y se lo contó a la gallina.
—¡Vamos! ¿Qué te pasa? —le dijo ella—. Bien se ve que no tienes nada que hacer; por eso piensas tantas tonterías. Te las sacudirías muy pronto si te dedicaras a poner huevos o a ronronear.
—¡Pero es tan sabroso nadar en el agua! —dijo el patito feo—. ¡Tan sabroso zambullir la cabeza y bucear hasta el mismo fondo!
—Sí, muy agradable —dijo la gallina—. Me parece que te has vuelto loco. Pregúntale al gato, ¡no hay nadie tan listo como él! ¡Pregúntale a nuestra vieja ama, la mujer más sabia del mundo! ¿Crees que a ella le gusta nadar y zambullirse?
—No me comprendes —dijo el patito.
Había una vez lindos eran los días de verano! ¡Qué agradable resultaba pasear por el campo y ver el trigo amarillo, la verde avena y las parvas de heno apilado en las llanuras! Sobre sus largas patas rojas iba la cigüeña junto a algunos flamencos, que se paraban un rato sobre cada pata. Sí, era realmente encantador estar en el campo
Bañada de sol se alzaba allí una vieja mansión solariega a la que rodeaba un profundo foso; desde sus paredes hasta el borde del agua crecían unas plantas de hojas gigantescas, las mayores de las cuales eran lo suficientemente grandes para que un niño pequeño pudiese pararse debajo de ellas. Aquel lugar resultaba tan enmarañado y agreste como el más denso de los bosques, y era allí donde cierta pata había hecho su nido. Ya era tiempo de sobra para que naciesen los patitos, pero se demoraban tanto, que la mamá comenzaba a perder la paciencia, pues casi nadie venía a visitarla.
Al fin los huevo se abrieron uno tras otro. “¡Pip, pip!”, decían los patitos conforme iban asomando sus cabezas a través del cascarón.
—¡Cuac, cuac! —dijo la mamá pata, y todos los patitos se apresuraron a salir tan rápido como pudieron, dedicándose enseguida a escudriñar entre las verdes hojas. La mamá los dejó hacer, pues el verde es muy bueno para los ojos.
—¡Oh, qué grande es el mundo! —dijeron los patitos. Y ciertamente disponían de un espacio mayor que el que tenían dentro del huevo.
—¿Creen acaso que esto es el mundo entero? —preguntó la pata—. Pues sepan que se extiende mucho más allá del jardín, hasta el prado mismo del pastor, aunque yo nunca me he alejado tanto. Bueno, espero que ya estén todos —agregó, levantándose del nido—. ¡Ah, pero si todavía falta el más grande! ¿Cuánto tardará aún? No puedo entretenerme con él mucho tiempo.
Y la pata fue a sentarse de nuevo en su sitio, en el nido.
—¡Vaya, vaya! ¿Cómo anda eso? —preguntó una pata vieja que venía de visita.
—Ya no queda más que este huevo, pero tarda tanto… —dijo la pata echada—. No hay forma de que rompa. Pero fíjate en los otros, y dime si no son los patitos más lindos que se hayan visto nunca. Todos se parecen a su padre, el muy bandido. ¿Por qué no vendrá a verme?
—Déjame echar un vistazo a ese huevo que no acaba de romper —dijo la anciana—. Te apuesto a que es un huevo de pava. Así fue como me engatusaron cierta vez a mí. ¡El trabajo que me dieron aquellos pavitos! ¡Imagínate! Le tenían miedo al agua y no había forma de hacerlos entrar en ella. Yo graznaba y los picoteaba, pero de nada me servía… Pero, vamos a ver ese huevo…
—Creo que me quedaré sobre él un ratito aún —dijo la pata—. He estado tanto tiempo aquí sentada, que un poco más no me hará daño.
—Como quieras —dijo la pata vieja, y se alejó contoneándose.
Por fin se rompió el huevo. “¡Pip, pip!”, dijo el pequeño, volcándose del cascarón. La pata vio lo grande y feo que era, y exclamó:
—¡Dios mío, qué patito tan enorme! No se parece a ninguno de los otros. Y, sin embargo, me atrevo a asegurar que no es ningún crío de pavos.
Al otro día hizo un tiempo maravilloso. El sol resplandecía en las verdes hojas gigantescas. La mamá pata se acercó al foso con toda su familia y, ¡plaf!, saltó al agua.
—¡Cuac, cuac! —llamaba. Y uno tras otro los patitos se fueron abalanzando tras ella. El agua se cerraba sobre sus cabezas, pero enseguida resurgían flotando magníficamente. Movían sus patas sin el menor esfuerzo, y a poco estuvieron todos en el agua. Hasta el patito feo y gris nadaba con los otros.
—No es un pavo, por cierto —dijo la pata—. Fíjense en la elegancia con que nada, y en lo derecho que se mantiene. Sin duda que es uno de mis pequeñitos. Y si uno lo mira bien, se da cuenta pronto de que es realmente muy guapo. ¡Cuac, cuac! Vamos, vengan conmigo y déjenme enseñarles el mundo y presentarlos al corral entero. Pero no se separen mucho de mí, no sea que los pisoteen. Y anden con los ojos muy abiertos, por si viene el gato.
Y con esto se encaminaron al corral. Había allí un escándalo espantoso, pues dos familias se estaban peleando por una cabeza de anguila, que, a fin de cuentas, fue a parar al estómago del gato.
—¡Vean! ¡Así anda el mundo! —dijo la mamá relamiéndose el pico, pues también a ella la entusiasmaban las cabezas de anguila—. ¡A ver! ¿Qué pasa con esas piernas? Anden ligeros y no dejen de hacerle una bonita reverencia a esa anciana pata que está allí. Es la más fina de todos nosotros. Tiene en las venas sangre española; por eso es tan regordeta. Fíjense, además, en que lleva una cinta roja atada a una pierna: es la más alta distinción que se puede alcanzar. Es tanto como decir que nadie piensa en deshacerse de ella, y que deben respetarla todos, los animales y los hombres. ¡Anímense y no metan los dedos hacia adentro! Los patitos bien educados los sacan hacia afuera, como mamá y papá… Eso es. Ahora hagan una reverencia y digan ¡cuac!
Todos obedecieron, pero los otros patos que estaban allí los miraron con desprecio y exclamaron en alta voz:
—¡Vaya! ¡Como si ya no fuésemos bastantes! Ahora tendremos que rozarnos también con esa gentuza. ¡Uf!… ¡Qué patito tan feo! No podemos soportarlo.
Y uno de los patos salió enseguida corriendo y le dio un picotazo en el cuello.
—¡Déjenlo tranquilo! —dijo la mamá—. No le está haciendo daño a nadie.
—Sí, pero es tan desgarbado y extraño —dijo el que lo había picoteado—, que no quedará más remedio que despachurrarlo.
—¡Qué lindos niños tienes, muchacha! —dijo la vieja pata de la cinta roja—. Todos son muy hermosos, excepto uno, al que le noto algo raro. Me gustaría que pudieras hacerlo de nuevo.
Eso ni pensarlo, señora —dijo la mamá de los patitos—. No es hermoso, pero tiene muy buen carácter y nada tan bien como los otros, y me atrevería a decir que hasta un poco mejor. Espero que tome mejor aspecto cuando crezca y que, con el tiempo, no se le vea tan grande. Estuvo dentro del cascarón más de lo necesario, por eso no salió tan bello como los otros.
Y con el pico le acarició el cuello y le alisó las plumas.
—De todos modos, es macho y no importa tanto —añadió—. Estoy segura de que será muy fuerte y se abrirá camino en la vida.
—Estos otros patitos son encantadores —dijo la vieja pata—. Quiero que se sientan como en su casa. Y si por casualidad encuentran algo así como una cabeza de anguila, pueden traérmela sin pena.
Con esta invitación todos se sintieron allí a sus anchas. Pero el pobre patito que había salido el último del cascarón, y que tan feo les parecía a todos, no recibió más que picotazos, empujones y burlas, lo mismo de los patos que de las gallinas.
—¡Qué feo es! —decían.
Y el pavo, que había nacido con las espuelas puestas y que se consideraba por ello casi un
emperador, infló sus plumas como un barco a toda vela y se le fue encima con un cacareo, tan estrepitoso que toda la cara se le puso roja. El pobre patito no sabía dónde meterse. Sentía terriblemente abatido, por ser tan feo y porque todo el mundo se burlaba de él en el corral.
Así pasó el primer día. En los días siguientes, las cosas fueron de mal en peor. El pobre patito se vio acosado por todos. Incluso sus hermanos y hermanas lo maltrataban de vez en cuando y le decían:
—¡Ojalá te agarre el gato, grandulón!
Hasta su misma mamá deseaba que estuviera lejos del corral. Los patos lo pellizcaban, las gallinas lo picoteaban y, un día, la muchacha que traía la comida a las aves le asestó un puntapié.
Entonces el patito huyó del corral. De un revuelo saltó por encima de la cerca, con gran susto de los pajaritos que estaban en los arbustos, que se echaron a volar por los aires.
“¡Es porque soy tan feo!” pensó el patito, cerrando los ojos. Pero así y todo siguió corriendo hasta que, por fin, llegó a los grandes pantanos donde viven los patos salvajes, y allí se pasó toda la noche abrumado de cansancio y tristeza.
A la mañana siguiente, los patos salvajes remontaron el vuelo y miraron a su nuevo compañero.
—¿Y tú qué cosa eres? —le preguntaron, mientras el patito les hacía reverencias en todas direcciones, lo mejor que sabía.
—¡Eres más feo que un espantapájaros! —dijeron los patos salvajes—. Pero eso no importa, con tal que no quieras casarte con una de nuestras hermanas.
¡Pobre patito! Ni soñaba él con el matrimonio. Sólo quería que lo dejaran estar tranquilo entre los juncos y tomar un poquito de agua del pantano.
Unos días más tarde aparecieron por allí dos gansos salvajes. No hacía mucho que habían dejado el nido: por eso eran tan impertinentes.
—Mira, muchacho —comenzaron diciéndole—, eres tan feo que nos caes simpático. ¿Quieres emigrar con nosotros? No muy lejos, en otro pantano, viven unas gansitas salvajes muy presentables, todas solteras, que saben graznar espléndidamente. Es la oportunidad de tu vida, feo y todo como eres.
—¡Bang, bang! —se escuchó en ese instante por encima de ellos, y los dos gansos cayeron muertos entre los juncos, tiñendo el agua con
su sangre. Al eco de nuevos disparos se alzaron del pantano las bandadas de gansos salvajes, con lo que menudearon los tiros. Se había organizado una importante cacería y los tiradores rodeaban los pantanos; algunos hasta se habían sentado en las ramas de los árboles que se extendían sobre los juncos. Nubes de humo negro se esparcieron por el oscuro bosque y fueron a perderse lejos, sobre el agua.
Los perros de caza aparecieron chapaleando entre el agua, y, a su avance, doblándose aquí y allá las cañas y los juncos. Aquello aterrorizó al pobre patito feo, que ya se disponía a ocultar la cabeza bajo el ala cuando apareció junto a él un enorme y espantoso perro: la lengua le colgaba fuera de la boca y sus ojos miraban con brillo temible. Le acercó el hocico, le enseñó sus agudos dientes, y de pronto… ¡plaf!… ¡allá se fue otra vez sin tocarlo!
El patito dio un suspiro de alivio.
—Por suerte soy tan feo que ni los perro tienen ganas de comerme —se dijo. Y se tendió allí muy quieto, mientras los perdigones repiqueteaban sobre los juncos, y las descargas, una tras otra, atronaban los aires.
Era muy tarde cuando las cosa se calmaron, y aún entonces el pobre no se atrevía a levantarse. Esperó todavía varias horas antes de arriesgarse a echar un vistazo, y, en cuanto lo hizo, enseguida se escapó de los pantanos tan rápido como pudo. Echó a correr por campos y praderas; pero hacía tanto viento, que le costaba no poco trabajo mantenerse sobre sus pies.
Hacia el crepúsculo llegó a una pobre cabaña campesina. Se sentía en tan mal estado que no sabía de qué parte caerse, y, en la duda, permanecía de pie. El viento soplaba tan ferozmente alrededor del patito que éste tuvo que sentarse sobre su propia cola, para no ser arrastrado. En eso notó que una de las bisagras de la puerta se había caído, y que la hoja colgaba con una inclinación tal que le sería fácil filtrarse por la estrecha abertura. Y así lo hizo.
En la cabaña vivía una anciana con su gato y su gallina. El gato, a quien la anciana llamaba “Hijito”, sabía arquear el lomo y ronronear; hasta era capaz de echar chispas si lo frotaban a contrapelo. La gallina tenía unas patas tan cortas que le habían puesto por nombre “Chiquitita Piernas cortas”. Era una gran ponedora y la anciana la quería como a su propia hija.
Cuando llegó la mañana, el gato y la gallina no tardaron en descubrir al extraño patito. El gato lo saludó ronroneando y la gallina con su cacareo.
—Pero ¿qué pasa? —preguntó la vieja, mirando a su alrededor. No andaba muy bien de la vista, así que se creyó que el patito feo era una pata regordeta que se había perdido—. ¡Qué suerte! —dijo—. Ahora tendremos huevos de pata. ¡Con tal que no sea macho! Le daremos unos días de prueba.
Así que al patito le dieron tres semanas de plazo para poner, al término de las cuales, por supuesto, no había ni rastros de huevo. Ahora bien, en aquella casa el gato era el dueño y la gallina la dueña, y siempre que hablaban de sí mismos solían decir: “nosotros y el mundo”, porque opinaban que ellos solos formaban la mitad del mundo, y lo que es más, la mitad más importante. Al patito le parecía que sobre esto podía haber otras opiniones, pero la gallina ni siquiera quiso oírlo.
—¿Puedes poner huevos? —le preguntó.
—No.
—Pues entonces, ¡cállate!
Y el gato le preguntó:
—¿Puedes arquear el lomo, o ronronear, o echar chispas?
—No.
—Pues entonces, guárdate tus opiniones cuando hablan las personas sensatas.
Con lo que el patito fue a sentarse en un rincón, muy desanimado. Pero de pronto recordó el aire fresco y el sol, y sintió una nostalgia tan grande de irse a nadar en el agua que —¡no pudo evitarlo!— fue y se lo contó a la gallina.
—¡Vamos! ¿Qué te pasa? —le dijo ella—. Bien se ve que no tienes nada que hacer; por eso piensas tantas tonterías. Te las sacudirías muy pronto si te dedicaras a poner huevos o a ronronear.
—¡Pero es tan sabroso nadar en el agua! —dijo el patito feo—. ¡Tan sabroso zambullir la cabeza y bucear hasta el mismo fondo!
—Sí, muy agradable —dijo la gallina—. Me parece que te has vuelto loco. Pregúntale al gato, ¡no hay nadie tan listo como él! ¡Pregúntale a nuestra vieja ama, la mujer más sabia del mundo! ¿Crees que a ella le gusta nadar y zambullirse?
—No me comprendes —dijo el patito.
—Pues si yo no te comprendo, me gustaría saber quién podrá comprenderte. De seguro que no pretenderás ser más sabio que el gato y la señora, para no mencionarme a mí misma. ¡No seas tonto, muchacho! ¿No te has encontrado un cuarto cálido y confortable, donde te hacen compañía quienes pueden enseñarte? Pero no eres más que un tonto, y a nadie le hace gracia tenerte aquí. Te doy mi palabra de que si te digo cosas desagradables es por tu propio bien: sólo los buenos amigos nos dicen las verdades. Haz ahora tu parte y aprende a poner huevos o a ronronear y echar chispas.
—Creo que me voy a recorrer el ancho mundo
—dijo el patito.
—Sí, vete —dijo la gallina.
Y así fue como el patito se marchó. Nadó y se zambulló; pero ningún ser viviente quería tratarse con él por lo feo que era.
Pronto llegó el otoño. Las hojas en el bosque se tornaron amarillas o pardas; el viento las arrancó y las hizo girar en remolinos, y los cielos tomaron un aspecto hosco y frío. Las nubes colgaban bajas, cargadas de granizo y nieve, y el cuervo, que solía posarse en la tapia, graznaba “¡cau, cau!”, de frío que tenía. Sólo de pensarlo le daban a uno escalofríos. Sí, el pobre patito feo no lo estaba pasando muy bien.
Cierta tarde, mientras el sol se ponía en un maravilloso crepúsculo, emergió de entre los arbustos una bandada de grandes y hermosas aves. El patito no había visto nunca unos animales tan espléndidos. Eran de una blancura resplandeciente, y tenían largos y esbeltos cuellos. Eran cisnes. A la vez que lanzaban un fantástico grito, extendieron sus largas, sus magníficas alas, y remontaron el vuelo, alejándose de aquel frío hacia los lagos abiertos y las tierras cálidas.
Se elevaron muy alto, muy alto, allá entre los aires, y el patito feo se sintió lleno de una rara inquietud. Comenzó a dar vueltas y vueltas en el agua lo mismo que una rueda, estirando el cuello en la dirección que seguían, que él mismo se asustó al oírlo. ¡Ah, jamás podría olvidar aquellos hermosos y afortunados pájaros! En cuanto los perdió de vista, se sumergió derecho hasta el fondo, y se hallaba como fuera de sí cuando regresó a la superficie. No tenía idea de cuál podría ser el nombre de aquellas aves, ni de adónde se dirigían, y, sin embargo, eran más importantes para él que todas las que había conocido hasta entonces. No las envidiaba en modo alguno: ¿cómo se atrevería siquiera a soñar que aquel esplendor pudiera pertenecerle? Ya se daría por satisfecho con que los patos lo tolerasen, ¡pobre criatura estrafalaria que era!
¡Cuán frío se presentaba aquel invierno! El patito se veía forzado a nadar incesantemente para impedir que el agua se congelase en torno suyo.
Pero cada noche el hueco en que nadaba se hacía más y más pequeño. Vino luego una helada tan fuerte, que el patito, para que el agua no se cerrase definitivamente, ya tenía que mover las patas todo el tiempo en el hielo crujiente. Por fin, debilitado por el esfuerzo, quedose muy quieto y comenzó a congelarse rápidamente sobre el hielo.
A la mañana siguiente, muy temprano, lo encontró un campesino. Rompió el hielo con uno de sus zuecos de madera, lo recogió y lo llevó a casa, donde su mujer se encargó de revivirlo.
Los niños querían jugar con él, pero el patito feo tenía terror de sus travesuras y, con el miedo, fue a meterse revoloteando en la paila de la leche, que se derramó por todo el piso. Gritó la mujer y dio unas palmadas en el aire, y él, más asustado, se metió de un vuelo en el barril de la mantequilla, y desde allí se lanzó de cabeza al cajón de la harina, de donde salió hecho una lástima. ¡Había que verlo! Chillaba la mujer y quería darle con la escoba, y los niños tropezaban unos con otros tratando de echarle mano. ¡Cómo gritaban y se reían! Fue una suerte que la puerta estuviera abierta. El patito se precipitó afuera, entre los arbustos, y se hundió, atolondrado, entre la nieve recién caída.
Pero sería demasiado cruel describir todas las miserias y trabajos que el patito tuvo que pasar durante aquel crudo invierno. Había buscado refugio entre los juncos cuando las alondras comenzaron a cantar y el sol a calentar de nuevo: llegaba la hermosa primavera.
Entonces, de repente, probó sus alas: el zumbido que hicieron fue mucho más fuerte que otras veces, y lo arrastraron rápidamente a lo alto. Casi sin darse cuenta, se halló en un vasto jardín con manzanos en flor y fragantes lilas, que colgaban de las verdes ramas sobre un sinuoso arroyo. ¡Oh, qué agradable era estar allí, en la frescura de la primavera! Y en eso surgieron frente a él de la espesura tres hermosos cisnes blancos, rizando sus plumas y dejándose llevar con suavidad por la corriente. El patito feo reconoció a aquellas espléndidas criaturas que una vez había visto levantar el vuelo, y se sintió sobrecogido por un extraño sentimiento de melancolía.
—¡Volaré hasta esas regias aves! —se dijo—. Me darán de picotazos hasta matarme, por haberme atrevido, feo como soy, a aproximarme a ellas. Pero, ¡qué importa! Mejor es que ellas me maten, a sufrir los pellizcos de los patos, los picotazos de las gallinas, los golpes de la muchacha que cuida las aves y los rigores del invierno.
Y así, voló hasta el agua y nadó hacia los hermosos cisnes. En cuanto lo vieron, se le acercaron con las plumas encrespadas.
—¡Sí, mátenme, mátenme! —gritó la desventurada criatura, inclinando la cabeza hacia el agua en espera de la muerte. Pero, ¿qué es lo que vio allí en la límpida corriente? ¡Era un reflejo de sí mismo, pero no ya el reflejo de un pájaro torpe y gris, feo y repugnante, no, sino el reflejo de un cisne!
Poco importa que se nazca en el corral de los patos, siempre que uno salga de un huevo de cisne. Se sentía realmente feliz de haber pasado tantos trabajos y desgracias, pues esto lo ayudaba a apreciar mejor la alegría y la belleza que le esperaban. Y los tres cisnes nadaban y nadaban a su alrededor y lo acariciaban con sus picos.
En el jardín habían entrado unos niños que lanzaban al agua pedazos de pan y semillas. El más pequeño exclamó:
—¡Ahí va un nuevo cisne!
Y los otros niños corearon con gritos de alegría:
—¡Sí, hay un cisne nuevo!
Y batieron palmas y bailaron, y corrieron a buscar a sus padres. Había pedacitos de pan y de pasteles en el agua, y todo el mundo decía:
—¡El nuevo es el más hermoso! ¡Qué joven y esbelto es!
Y los cisnes viejos se inclinaron ante él. Esto lo llenó de timidez, y escondió la cabeza bajo el ala, sin que supiese explicarse la razón. Era muy, pero muy feliz, aunque no había en él ni una pizca de orgullo, pues este no cabe en los corazones bondadosos. Y mientras recordaba los desprecios
y humillaciones del pasado, oía cómo todos decían ahora que era el más hermoso de los cisnes. Las lilas inclinaron sus ramas ante él, bajándolas hasta el agua misma, y los rayos del sol eran cálidos y amables. Rizó entonces sus alas, alzó el esbelto cuello y se alegró desde lo hondo de su corazón:
Jamás soñé que podría haber tanta felicidad, allá en los tiempos en que era sólo un patito feo.
EL MONO TRAVIESO Y EL PANDA AMISTOSO
Había una vez una hermosa familia que decidió pasar un día en el zoológico. Mamá, papá y sus dos hijos pequeños, Lucas y Sofía, estaban emocionados por ver a todos los animales.
Cuando llegaron al zoo, lo primero que vieron fue una gran jaula de pandas. Lucas y Sofía se quedaron maravillados con estos adorables animales de pelaje blanco y negro. Los pandas jugaban entre sí, comían bambú y parecían muy felices.
"¡Mira mamá! ¡Quiero ser amigo de los pandas!" exclamó Lucas emocionado. "Son realmente encantadores", dijo papá sonriendo. La familia continuó su recorrido por el zoológico, visitando a los leones, elefantes y monos. Pero había algo que no podían dejar de pensar: los helados.
El sol brillaba fuerte y todos tenían ganas de refrescarse con uno. Finalmente llegaron a la zona de comida del zoológico donde había un puesto de helados.
Mamá compró cuatro deliciosos helados para la familia: uno para ella, uno para papá y dos más pequeños para Lucas y Sofía. Lucas sostuvo su helado mientras caminaban hacia un banco cercano.
Pero justo cuando estaba a punto de darle un mordisco al cono, algo inesperado sucedió: un travieso mono se acercó corriendo desde atrás y le arrebató el helado. "¡Oh no! ¡El mono me robó mi helado!" gritó Lucas sorprendido. Sofía comenzó a llorar al ver cómo su hermanito perdía su helado.
La familia se sintió triste por el incidente, pero sabían que no podían hacer nada al respecto. Justo en ese momento, un panda apareció caminando lentamente hacia ellos. Parecía haber escapado de su jaula y se acercó a Lucas con algo en sus patas.
"¡Mira Lucas! ¡El panda trajo otro helado para ti!" exclamó mamá sorprendida. Lucas abrió los ojos emocionado mientras el panda le entregaba un delicioso helado igualito al que había perdido.
"¡Gracias amiguito panda!" dijo Lucas sonriendo y abrazando al animalito animal. La familia estaba maravillada con la generosidad del panda. Todos compartieron risas y felicidad mientras disfrutaban de sus helados juntos en el banco del zoológico.
A partir de ese día, la familia siempre recordaría aquel encuentro especial con el panda y cómo enseñó a Lucas una lección importante sobre la amistad y la generosidad. Y así, entre risas, animales exóticos y deliciosos helados, la familia creó recuerdos inolvidables en aquel hermoso día en el zoológico.
El amor familiar siempre los acompañaría, sin importar dónde estuvieran o qué aventuras vivieran juntos.
FIN
AUTORA NATHALY MARTINEZ
CUENTO EL CONEJITO SOÑADOR
Al principio el conejito se sintió muy triste y empezó a pensar que sus historias eran muy aburridas y por eso nadie las quería escuchar. Pero pese a eso continuó escribiendo.
Las historias del conejito eran increíbles y le permitían vivir todo tipo de aventuras. Se imaginaba vestido de caballero salvando a inocentes princesas o sintiendo el frío del mar sobre su traje de buzo mientras exploraba las profundidades del océano.
Se pasaba el día escribiendo historias y dibujando los lugares que imaginaba. De vez en cuando, salía al bosque a leer en voz alta, por si alguien estaba interesado en compartir sus relatos.
Un día, mientras el conejito soñador leía entusiasmado su último relato, apareció por allí una hermosa conejita que parecía perdida. Pero nuestro amigo estaba tan entregado a la interpretación de sus propios cuentos que ni se enteró de que alguien lo escuchaba. Cuando acabó, la conejita le aplaudió con entusiasmo.
-Vaya, no sabía que tenía público- dijo el conejito soñador a la recién llegada -. ¿Te ha gustado mi historia?
-Ha sido muy emocionante -respondió ella-. ¿Sabes más historias?
-¡Claro!- dijo emocionado el conejito -. Yo mismo las escribo.
- ¿De verdad? ¿Y son todas tan apasionantes?
- ¿Tu crees que son apasionantes? Todo el mundo dice que son aburridísimas…
- Pues eso no es cierto, a mi me ha gustado mucho. Ojalá yo supiera saber escribir historias como la tuya pero no se...
El conejito se dio cuenta de que la conejita se había puesto de repente muy triste así que se acercó y, pasándole la patita por encima del hombro, le dijo con dulzura:
- Yo puedo enseñarte si quieres a escribirlas. Seguro que aprendes muy rápido
- ¿Sí? ¿Me lo dices en serio?
- ¡Claro que sí! ¡Hasta podríamos escribirlas juntos!
- ¡Genial! Estoy deseando explorar esos lugares, viajar a esos mundos y conocer a todos esos villanos y malandrines -dijo la conejita-
Los conejitos se hicieron muy amigos y compartieron juegos y escribieron cientos de libros que leyeron a niños de todo el mundo.
Sus historias jamás contadas y peripecias se hicieron muy famosas y el conejito no volvió jamás a sentirse solo ni tampoco a dudar de sus historias.
Había una vez… Elisa era una elefanta que vivía en la selva junto con su familia, le encantaba vivir ahí y estar rodeada de sus seres queridos, pero había algo que le entristecía, pues ninguno de los demás animales de la selva quería jugar con ella. «Es porque soy demasiado grande», pensaba Elisa. Miraba cómo los otros animales corrían y jugaban juntos, deseando poder unirse a ellos.
Un día, Elisa paseaba por la selva cuando vio una ranita sentada en un nenúfar de un estanque cercano. –¡Hola! – gritó Elisa. La rana la miró y sonrió. – ¿Te gustaría ser mi amiga?– preguntó Elisa.
La rana miró desde abajo a la enorme elefanta y preguntó dubitativa – mmm… es que eres muy grande, gigante… ¿Y si me pisas y me haces daño sin querer?– Elisa, al ver su cara asustadiza contestó –¡Quiero ser tu amiga! Jamás te haría daño, además puedo protegerte y llevarte sobre mi lomo a donde tú quieras – sonrió. La ranita asintió entusiasmada y saltó sobre Elisa. Elisa estaba tan contenta que levantó a la rana y dio vueltas con ella. – ¡Esto es muy divertido! – exclamó.
Pero entonces, otro grupo de animales se acercó y vio a Elisa y a la rana jugando juntas. Empezaron a burlarse de Elisa y de su nueva amiga la ranita, diciendo que era una tontería que un elefante se hiciera amigo de una rana. Elisa se puso triste de nuevo al escuchar las burlas de los demás animales.
La ranita, sin embargo, no estaba dispuesta a dejar que los malvados animales arruinaran su diversión. Se subió al tronco de Elisa y se encaró con el grupo, hinchando el pecho, gritó – ¡Dejad en paz a Elisa! – ¡Es mi amiga y no me importa si es grande o pequeña. Lo que importa es que nos divirtamos juntas! –
Los demás animales se sorprendieron de la valentía de la rana y dejaron de burlarse de Elisa. Observaron cómo Elisa y la rana seguían jugando y divirtiéndose juntas, y no pudieron evitar sentir un poco de envidia. Así que decidieron unirse y jugar también con Elisa y la rana.
Desde entonces, Elisa tenía un gran grupo de amigos junto a su mejor amiga la ranita. Jugaban juntos todos los días, persiguiéndose entre los enormes árboles y chapoteando en el estanque. Elisa ya no se sentía sola y enseñó a todos los animales que lo importante es rodearse de aquellos que te hacen feliz sin importar el aspecto que tengan.
fin
EL PERRITO JUNIOR
Había una vez un cachorrito peludo y hermoso de nombre Junior. El perrito había nacido junto a sus hermanos bajo el cuidado de su madre, pero un buen día la suerte de Junior cambió. Un chico que pasaba cerca de la guarida descubrió al perrito y decidió llevarlo consigo a casa.
Con el tiempo, el chico se aburrió del cachorrito y lo dejó abandonado en las calles donde creció junto a las ratas, los gatos y otros perros que dormían a la intemperie y nunca tenían nada que comer.
En pocas semanas, Junior se acostumbró a vivir como un perrito callejero, pero con la llegada del invierno, cada vez se hacía más difícil conseguir comida y el frío era tan intenso que el pobre perrito no podía dormir en las noches.
Un buen día, la gata Cloe le dijo a Junior: “Pronto moriremos si no hacemos algo. Conozco un lugar lejos de aquí donde la comida nunca falta y el verano jamás se acaba. Ven conmigo, amigo”, y así fue como partieron temprano en la mañana Junior y Cloe. Anduvieron por largas horas atravesando el viento frío hasta que encontraron una cabaña abandonada a las afueras de la ciudad.
El interior de la casita era cálido y en la despensa de la cocina los dos amigos pudieron encontrar algo de comida para calmar su hambre tan espantosa. Cuando se encontraban comiendo las sobras de un pan viejo, apareció una perra furiosa gruñendo y mostrando sus dientes a los intrusos que recién habían llegado.
“Por favor, no nos lastimes” – gimió la gata asustada, y como por arte de magia, la perra cambió su aspecto y se quedó fijamente mirando a Junior. “Hijo mío”, dijo la madre al reconocer a su hijo y se abalanzó para llenarlo de mimos y caricias.
Junior estaba confundido, pero al fin pudo reconocer el olor de su madre, y en poco tiempo arribaron también sus hermanos que habían crecido como él y eran ahora grandes y fuertes. Junior estaba tan contento que se había olvidado por completo de la gata, pero ésta interrumpió la reunión familiar para recordarles aquel lugar hermoso al que debían ir para escapar del frío.
Todos estuvieron de acuerdo en emprender el viaje, y así lo hicieron con las primeras horas de luz de la mañana. A pocos pasos del lugar, encontraron un viejo caballo atado a un coche de madera. “Por favor señor caballo, llévenos en su coche lejos de aquí a un lugar donde nunca hace frío y la comida no escasea”, dijeron los animales casi al unísono.
El caballo, que esperaba a su dueño mientras este dormía plácidamente en una cama al calor de la chimenea, no lo pensó dos veces y decidió unirse al grupo para escapar hacia aquella tierra maravillosa.
Cuando ya habían recorrido varios kilómetros, los animales encontraron una cueva oscura y se dispusieron a pasar la helada noche. Entre tanta oscuridad, un topo les recibió con amabilidad, y al oír la noticia de aquel lugar tan hermoso les pidió que lo llevaran a él y a su familia para no padecer hambre nunca más.
Al día siguiente, el caballo ató el coche a su cuerpo y partió junto a la gata Cloe, Junior, la madre y sus hermanos, y la familia del topo. Con gran entusiasmo, el grupo atravesó ríos y montañas, poblados y desiertos, pero el frío no disminuía, y a medida que el día avanzaba las fuerzas flaqueaban y no lograban avanzar.
“Debemos descansar”, dijo el caballo al ver un viejo molino al costado del camino. Tan pronto se albergaron en el interior, el caballo volteó su coche para que los animales se acurrucaran, mientras el topo conseguía algo de leña seca para encender el fuego. La madre de los perros salió de caza y encontró afortunadamente un poco de comida para compartir entre todos, y finalmente, la gata Cloe se dispuso a acomodar la paja bajo el coche para que estuviesen más cómodos.
Entonces, Junior se dio cuenta que habían encontrado ese lugar maravilloso en el que nunca más se sentirían solos y abandonados. El perrito comprendió finalmente que mientras estuviesen juntos siempre tendrían una esperanza de sobrevivir, y fue así como se quedaron en aquel lugar durante todo el invierno y por muchos largos años, celebrando la gran familia en la que se habían convertido.
FIN
LA GRAN SERPIENTE DEL MAR
Había una vez un pececillo que tenía mil ochocientos hermanos, todos de la misma edad. No conocían a su padre ni a su madre, así que desde un principio tuvieron que buscarse la vida, nadando de un lado para otro, lo cual era muy divertido.
Agua para beber no les faltaba: todo el océano, y en la comida no tenían que pensar, pues venía sola. Cada uno seguía sus gustos, y cada uno estaba destinado a tener su propia historia, pero nadie pensaba en ello.
La luz del sol penetraba muy al fondo del agua, clara y luminosa, e iluminaba un mundo de maravillosas criaturas, algunas enormes y horribles. Los peces nadaban en grupo apretado, como es costumbre de los arenques y caballas.
Y un día, cuando más a gusto nadaban en las aguas límpidas y transparentes, de pronto se precipitó desde lo alto una cosa larga y pesada, que parecía no tener fin, que iba alargándose y alargándose cada vez más. Y todo pececito que tocaba quedaba descalabrado o mal parado.
Todos los peces, grandes y pequeños, se apartaban espantados, mientras el pesado y larguísimo objeto se hundía progresivamente a través del océano. Peces y caracoles, todos los seres vivientes que nadan, se arrastran o son llevados por la corriente, se dieron cuenta de aquella cosa horrible, aquella anguila de mar monstruosa y desconocida que de repente descendía de las alturas.
¿Qué era pues? Nosotros lo sabemos. Era el gran cable submarino que los hombres tendían entre Europa y América. Dondequiera que cayó se produjo un pánico, un desconcierto y agitación entre los moradores del mar.
Los peces voladores saltaban por encima de la superficie marina a tanta altura como podían. El salmonete salía disparado como un tiro de escopeta, mientras otros peces se refugiaban en las profundidades marinas. Unos cohombros de mar se asustaron tanto, que vomitaron sus propios estómagos, a pesar de lo cual siguieron vivos, pues para ellos esto no es un grave trastorno. Muchas langostas y cangrejos, a fuerza de revolverse, se salieron de su coraza, dejándose en ella sus patas.
Con todo aquel espanto y barullo, los mil ochocientos hermanos se dispersaron y ya no volvieron a encontrarse nunca. Solo media docena se quedó en un mismo lugar, y, al cabo de unas horas de estarse quietecitos, empezaron a sentir el cosquilleo de la curiosidad.
Miraron a su alrededor, arriba y abajo, y creyeron entrever el horrible monstruo, espanto de grandes y chicos. La cosa estaba tendida sobre el suelo del mar, hasta más lejos de lo que alcanzaba su vista; era muy delgada, pero no sabían hasta qué punto podría hincharse ni cuán fuerte era.
Se estaba muy quieta, pero, temían ellos, a lo mejor era un ardid.
—Déjenlo donde está. No nos preocupemos de él —dijeron los pececillos más prudentes; pero el más pequeño estaba empeñado en saber qué diablos era aquello.
Puesto que había venido de arriba, arriba le informarían seguramente, y así el grupo se remontó nadando hacia la superficie. El mar estaba encalmado, sin un soplo de viento. Allí se encontraron con un delfín; es un gran saltarín, una especie de payaso que sabe dar volteretas sobre el mar. Tenía buenos ojos, debió de haberlo visto todo y estaría enterado.
Lo interrogaron, pero resultó que solo había estado atento a sí mismo y a sus cabriolas, sin ver nada; no supo contestar, y permaneció callado con aire orgulloso.
Se dirigieron entonces a la foca, que en aquel preciso momento se sumergía. Esta fue más cortés, a pesar de que se come los peces pequeños; pero aquel día estaba harta. Sabía algo más que el saltarín.
—Me he pasado varias noches echada sobre una piedra húmeda, desde donde veía la tierra hasta una distanciada varias millas. Allí hay unos seres muy taimados que en su lengua se llaman hombres. Andan siempre detrás de nosotros, pero generalmente nos escapamos de sus manos. Eso es lo que yo he hecho, y de seguro que lo mismo hizo la anguila marina por quien preguntan. Estuvo en su poder, en la tierra firme, Dios sabe cuánto tiempo. Los hombres la cargaron en un barco para transportarla a otra tierra, situada al otro lado del mar.
Yo vi cómo se esforzaban y lo que les costó dominarla, pero al fin lo consiguieron, pues ella estaba muy débil fuera del agua. La arrollaron y dispusieron en círculos; oí el ruido que hacían para sujetarla, pero, con todo, ella se les escapó, deslizándose por la borda. La tenían agarrada con todas sus fuerzas, muchas manos la sujetaban, pero se escabulló y pudo llegar al fondo. Y supongo que allí se quedará hasta nueva orden.
—Está algo delgada —dijeron los pececillos. —La han matado de hambre —respondió la foca—, pero se repondrá pronto y recobrará su antigua gordura y corpulencia. Supongo que es la gran serpiente de mar, que tanto temen los hombres y de la que tanto hablan. Yo no la había visto nunca, ni creía en ella; ahora pienso que es esta.
Y así diciendo, se zambulló.
—¡Lo que sabe esa! ¡Y cómo se explica! —dijeron los peces—.
Nunca supimos nosotros tantas cosas. ¡Con tal que no sean mentiras!
—Vámonos abajo a averiguarlo —dijo el más pequeñín—. En camino oiremos las opiniones de otros peces.
—No daremos ni un coletazo por saber nada —replicaron los otros, dando la vuelta.
—Pues yo, allá me voy —afirmó el pequeño, y puso rumbo al fondo del mar.
Pero estaba muy lejos del lugar donde yacía el gran objeto sumergido. El pececillo miraba y buscaba a uno y otro lado, a medida que se hundía en el agua. Nunca hasta entonces le había parecido tan grande el mundo.
Por fin el pececillo distinguió allá abajo una faja oscura y larga, y a ella se dirigió; pero no era ni un pez ni el cable, sino la borda de un gran barco naufragado, partido en dos por la presión del agua.
El pececillo estuvo nadando por las cámaras y bodegas. La corriente se había llevado todas las víctimas del naufragio, menos dos: una mujer joven yacía extendida, con un niño en brazos.
El agua los levantaba y mecía; parecían dormidos. El pececillo se llevó un gran susto; ignoraba que ya no podían despertarse. Las algas y plantas marinas colgaban a modo de follaje sobre la borda y sobre los hermosos cuerpos de la madre y el hijo. El silencio y la soledad eran absolutos.
El pececillo se alejó con toda la ligereza que le permitieron sus aletas, en busca de unas aguas más luminosas y donde hubiera otros peces. No había llegado muy lejos cuando se topó con un ballenato enorme.
—¡No me tragues! —le rogó el pececillo—. Soy tan pequeño, que no tienes ni para un diente, y me siento muy a gusto en la vida.
—¿Qué buscas aquí abajo, dónde no vienen los de tu especie? —le preguntó el ballenato.
Y el pez le contó lo de la anguila maravillosa o lo que fuera, que se había sumergido desde la superficie, asustando incluso a los más valientes del mar.
—¡Oh, oh! —exclamó la ballena, tragando tanta agua, que hubo de disparar un chorro enorme para remontarse a respirar—. Entonces eso fue lo que me cosquilleo en el lomo cuando me volví. Lo tomé por el mástil de un barco que hubiera podido usar como estaca. Pero eso no pasó aquí; fue mucho más lejos. Voy a enterarme. Así como así, no tengo otra cosa que hacer.
Y se puso a nadar, y el pececito lo siguió, aunque a cierta distancia, pues por donde pasaba el ballenato se producía una corriente impetuosa.
Se encontraron con un tiburón y un viejo pez-sierra; uno y otro tenían noticias de la extraña anguila de mar, tan larga y delgaducha; como verla, no la habían visto, y a eso iban. Se acercó entonces un gato marino.
—Voy con ustedes —dijo; y se unió a la partida—. Como esa gran serpiente marina no sea más gruesa que una soga de ancla, la partiré de un mordisco—. Y, abriendo la boca, exhibió seis hileras de dientes.
—¡Ahí está! —exclamó el ballenato—. Ya la veo. Creía tener mejor vista que los demás.
—¡Miren cómo se levanta, miren cómo se dobla y retuerce! Pero no era sino una enorme anguila de mar, de varias varas de longitud, que se acercaba.
—Esa la vimos ya antes —dijo el pez-sierra—.
Y, dirigiéndose a ella, le hablaron de la nueva anguila, le preguntó si quería participar en la expedición de descubrimiento.
—Si la anguila es más larga que yo, habrá una desgracia —dijo la recién llegada.
—La habrá —contestaron los otros—. Somos bastantes para no tolerarlo.
Y prosiguieron la ruta. Al poco rato se interpuso en su camino algo enorme, un verdadero monstruo. Parecía una isla flotante que no pudiera mantenerse a flor de agua. Era una ballena matusalénica; tenía la cabeza invadida de plantas marinas, y el lomo tan cubierto de animales reptadores, ostras y moluscos, que toda su negra piel parecía moteada de blanco.
—Vente con nosotros, vieja —le dijeron—. Ha aparecido un nuevo pez que no podemos tolerar.
—Prefiero seguir echada —contestó la vieja ballena—. Déjenme en paz, déjenme descansar. ¡Uf!, tengo una enfermedad grave; solo me alivio cuando subo a la superficie y saco la espalda del agua. Entonces acuden las hermosas aves marinas y me limpian el lomo. ¡Da un gusto cuando no hunden demasiado el pico! Pero a veces lo hincan hasta la grasa. ¡Miren! Todavía tengo en la espalda el esqueleto de un ave. Clavó las garras demasiado hondas y no pudo soltarse cuando me sumergí. Los peces pequeños la han mondado. ¡Buenas estamos las dos! Estoy enferma.
—Pura aprensión —dijo el ballenato—. Yo no estoy nunca enfermo. Ningún pez lo está jamás.
—Dispensa —dijo la vieja—. Las anguilas enferman de la piel, la carpa sufre de viruelas, y todos padecemos de lombrices intestinales.
—¡Tonterías! —exclamó el tiburón, y se marcharon sin querer oír más; tenían otra cosa que hacer.
Finalmente llegaron al lugar donde había quedado tendido el cable telegráfico. Era una cuerda tendida en el fondo del mar, desde Europa a América, sobre bancos de arena y fango marino, rocas y selvas enteras de coral.
Allí cambiaba la corriente, se formaban remolinos y había un hervidero de peces, en bancos más numerosos que las innúmeras bandadas de aves que los hombres ven desfilar en la época de la migración. Todo es bullir, chapotear, zumbar y rumorear. Algo de este ruido queda en las grandes caracolas, y lo podemos percibir cuando les aplicamos el oído.
—¡Allí está el bicho! —dijeron los peces grandes, y el pequeño también. Y estuvieron un rato mirando el cable, cuyo principio y fin se perdían en el horizonte. Del fondo se elevaban esponjas, pólipos y medusas, y volvían a descender doblándose a veces encima de él, por lo que a trechos quedaba visible, y a trechos ocultos. Alrededor rebullían erizos de mar, caracoles y gusanos.
Gigantescas arañas, cargadas con toda una tripulación de crustáceos, se pavoneaban cerca del cable. Cohombros de mar —de color azul oscuro—, o como se llamen estos bichos que comen con todo el cuerpo, yacían oliendo el nuevo animal que se había instalado en el suelo marino. La platija y el bacalao se revolvían en el agua, escuchando en todas direcciones. La estrella de mar que se excava un hoyo en el fango y saca solo al exterior los dos largos tentáculos con los ojos, permanecía con la mirada fija, atenta a lo que saliera de todo aquel barullo.
El cable telegráfico seguía inmóvil en su sitio, y, sin embargo, había en él vida y pensamientos; los pensamientos humanos circulaban a través de él.
—Este objeto lleva mala intención —dijo el ballenato—. Es capaz de pegarme en el estómago, que es mi punto sensible.
—Vamos a explorarlo —propuso el pólipo—. Yo tengo largos brazos y dedos flexibles; ya lo he tocado, y voy a cogerlo un poco más fuerte. Y alargó los más largos de sus elásticos dedos para sujetar el cable.
—No tiene escamas —dijo— ni piel. Me parece que no dará crías vivas. La anguila se tendió junto al cable, estirándose cuanto pudo.
—¡Pues es más largo que yo! —dijo—. Pero no se trata solo de la longitud. Hay que tener piel, cuerpo y agilidad. El ballenato, joven y fuerte, descendió a mayor profundidad de la que jamás alcanzara.
—¿Eres pez o planta? —preguntó—. ¿O serás solamente una de esas obras de allá arriba, que no pueden medrar entre nosotros? Pero el cable no respondió; no lo hace nunca en aquel punto. Los pensamientos pasaban de largo; en un segundo recorrían centenares de millas, de uno a otro país.
—¿Quieres contestar, o prefieres que te partamos a mordiscos? —preguntó el fiero tiburón, al que hicieron coro los demás peces. El cable siguió inmóvil, entregado a sus propios pensamientos, cosa natural, puesto que está lleno de ideas.
—Si me muerden, ¿a mí qué? Me volverán arriba y me repararán. Ya les ocurrió a otros miembros de mi familia, en mares más pequeños. Por eso continuó sin contestar; otros cuidados tenía. Estaba telegrafiando, cumpliendo su misión en el fondo del mar. Arriba, se ponía el sol, como dicen los hombres. Se volvió el astro como de vivísimo fuego, y todas las nubes del cielo adquirieron un color rojo, a cual más hermoso.
—Ahora llega la luz roja —dijeron los pólipos—. Así veremos mejor la cosa, si es que vale la pena.
—¡A ella, a ella! —gritó el gato marino, mostrando los dientes.
—¡A ella, a ella! —repitieron el pez-espada, el ballenato y la anguila.
Y se lanzaron al ataque. Pero al disponerse a morder el cable, el pez-sierra, de puro entusiasmo, clavó la sierra en el trasero del gato. Fue una gran equivocación, pues el otro no tuvo ya fuerzas para hincar los dientes.
Aquello produjo un gran revuelo en la región del fango: peces grandes y chicos, cohombros de mar y caracoles se arrojaron unos contra otros, devorándose mutuamente, aplastándose y despedazándose, mientras el cable permanecía tranquilo, realizando su servicio, que es lo que ha de hacer.
Arriba reinaba la noche oscura, pero brillaban las miríadas de animalículos fosforescentes que pueblan el mar. Entre ellos brillaba un cangrejo no mayor que una cabeza de alfiler. Parece mentira, pero así es. Todos los peces y animales marinos miraban el cable.
—¿Qué será, qué no será? Ahí estaba el problema. En esto llegó una vaca marina, a la que los hombres llaman sirena. Era hembra, tenía cola y dos cortos brazos para chapotear, y un pecho colgante; en la cabeza llevaba algas y parásitos, de lo cual estaba muy orgullosa.
—Si desean adquirir ciencia y conocimientos —dijo—, yo soy la única que les puede dar; pero a cambio reclamo pastos exentos de peligro en el fondo marino para mí y los míos. Soy un pez como ustedes, y, además, terrestre, a fuerza de ejercicio. En el mar soy el más inteligente; conozco todo lo que se mueve acá abajo y todo lo que hay allá arriba. Este objeto que os lleva de cabeza procede de arriba, y todo lo que de allí cae, está muerto, o se muere y queda impotente. Déjenlo como lo que es, una invención humana y nada más.
—Pues yo creo que es algo más —dijo el pececito.
—¡Cállate la boca, caballa! —gritó la gorda vaca marina.
—¡Perca! —la increparon los demás, lo cual era aún más insultante. Y la vaca marina les explicó que aquel animal que tanto les había alarmado y que, por lo demás, no había dicho esta boca es mía, no era otra cosa sino una invención de la tierra seca. Y pronunció una breve conferencia sobre la astucia de los humanos
—Quieren cogernos —dijo—; solo viven para esto. Tienden redes, y vienen con cebo en el anzuelo para atraernos. Este de ahí es una especie de larga cuerda, y creyeron que la morderíamos, los tontos. Pero a nosotros no nos la pegan. Nada de tocarla, ya verán cómo ella sola se pudre y se deshace. Todo lo que viene de arriba no vale para nada.
—¡No vale para nada! —asintieron todos, y para tener una opinión adoptaron la de la vaca marina. Mas el pececillo se quedó con su primera idea.
—Esta serpiente tan delgada y tan larga es quizás el más maravilloso de todos los peces del mar. Lo presiento.
—El más maravilloso —decimos también los hombres; y lo decimos con conocimiento de causa. Es la gran serpiente marina, que desde hace tiempo anda en canciones y leyendas.
Fue gestada como hija de la humana inteligencia, y bajada al fondo del mar desde las tierras orientales a las occidentales, para llevar las noticias y mensajes con la misma rapidez con que los rayos del sol llegan a nuestro Planeta. Crece en poder y extensión, año tras año, a través de todos los mares, alrededor de toda la Tierra.
Allá en los abismos marinos yace la serpiente, el bendito monstruo marino que se muerde la cola al rodear todo el Globo. Peces y reptiles arremeten de cabeza contra él, no comprenden esta creación venida de lo alto: la serpiente de la ciencia del bien y del mal, repleta de pensamientos humanos, silenciosa, y que, no obstante, habla en todas las lenguas, la más maravillosa de las maravillas del mar de nuestra época: la gran serpiente marina.
FIN
CUENTO EL MONO TAXISTA
CUENTO EL PEZ ORO
CUENTO PERRO ATERRADO
CUENTO LA CAPERUCITA ROJA
EL MONO TAXISTA
A pesar de que el taxi rojo que conducía el mono era muy pequeño todo el mundo prefería ir con él. Con el mono taxista nadie llegaba tarde y, como se acordaba de todos, daba gusto viajar con él. Para el mono taxista no existían atascos, porque siempre encontraba la manera de salir airoso y evitar colas.
Un día sucedió algo insólito. Un supervillano llegó a la ciudad y, con un aparato que parecía sacado de una película de ciencia ficción, cortó la luz e inutilizó todos los aparatos que usaban energía eléctrica. Así que no funcionaba nada: ni puertas eléctricas, ni ascensores, sin teléfonos móviles, ni coches… Nada.
Aprovechando el caos, el supervillano y sus secuaces se dirigieron al Museo Central para robar el gran diamante, una piedra valorada en nada más y nada menos que cientos muchos mil millones de dólares.
La policía sabía bien cuál era su objetivo, pero no podían llegar hasta el museo para impedir el robo. Entonces, al agente McMillan se le ocurrió una gran idea:
—Avisemos al mono taxista. Seguro que él consigue llevarnos hasta el museo.
—Pero no funciona nada —dijo el capitán.
—Si gritamos todos a uno desde la ventana a lo mejor nos oye —dijo el agente McMillan.
Y eso hicieron. Todos los agentes de policía se asomaron por las ventanas de la comisaría y empezaron a gritar:
—¡Mono taxista! ¡La policía te necesita!
El mono taxista no podía oírlos, pero hubo mucha gente que sí, así que empezaron a correr la voz hasta que la noticia llegó al mono taxista. Este tiró de un par de palancas mecánicas y sacó unas alas que podía mover dando pedales. Y así llegó hasta la comisaría.
Como el espacio en el taxi era muy pequeño solo se pudieron subir dos agentes menuditos.
—Que suba otra sobre el techo —dijo el mono.
Y así el mono taxista llevó a tres agentes de policía al museo. Como el supervillano y sus secuaces no se lo esperaban, los policías les pillaron por sorpresa. Y así evitaron el robo y devolvieron la energía a la ciudad.
El mono taxista fue condecorado y recibió un gran homenaje. Ahora todo el mundo sabe que hay una herramienta nueva al servicio de la ley y el orden. Los malvados tendrán que pensárselo dos veces— Y será mejor que lo piensen tres si a la segunda no han desistido de sus maléficos planes.
EL PEZ DE ORO
Había una vez una pareja de ancianos muy pobres que vivía junto a la playa en una humilde cabaña. El hombre era pescador, así que él y su mujer se alimentaban básicamente de los peces que caían en sus redes.
Un día, el pescador lanzó la red al agua y tan sólo recogió un pequeño pez. Se quedó asombradísimo cuando vio que se trataba de un pez de oro que además era capaz de hablar.
– ¡Pescador, por favor, déjame en libertad! Si lo haces te daré todo lo que me pidas.
Un día, el pescador lanzó la red al agua y tan sólo recogió un pequeño pez. Se quedó asombradísimo cuando vio que se trataba de un pez de oro que además era capaz de hablar.
– ¡Pescador, por favor, déjame en libertad! Si lo haces te daré todo lo que me pidas.
El anciano sabía que si lo soltaba perdería la oportunidad de venderlo y ganar un buen dinero, pero sintió tanta pena por él que desenmarañó la red y lo devolvió al mar.
– Vuelve a la vida que te corresponde, pescadito ¡Mereces ser libre!
Cuando regresó a la cabaña su esposa se enfadó muchísimo al comprobar que se presentaba con las manos vacías, pero su ira creció todavía más cuando el pescador le contó que en realidad había pescado un pez de oro y lo había dejado en libertad.
– No me puedo creer lo que me estás contando… ¿Tú sabes lo que vale un pez de oro? ¡Nos habrían dado una fortuna por él! Al menos podías haberle pedido algo a cambio, aunque fuera un poco de pan para comer.
El buen hombre recordó que el pez le había dicho que podía concederle sus deseos, y ante las quejas continuas de su mujer, decidió regresar al a orilla.
– ¡Pececito de oro, asómate que necesito tu ayuda!
La cabecita dorada surgió de las aguas y se quedó mirando al anciano.
– ¿Qué puedo hacer por ti, amigo?
– Mi mujer quiere pan para comer porque hoy no tenemos nada que llevarnos a la boca ¿Podrías conseguirme un poco?
– ¡Por supuesto! Vuelve con tu esposa y tendrás pan más que suficiente para varios días.
El anciano llegó a su casa y se encontró la cocina llena de crujiente y humeante pan por todas partes. Contra todo pronóstico, su mujer no estaba contenta en absoluto.
– Ya tienes el pan que pediste… ¿Por qué estás tan enfurruñada?
– Sí, pan ya tenemos, pero en esta cabaña no podemos seguir viviendo. Hay goteras por todas partes y el frío se cuela por las rendijas. Dile a ese pez de oro amigo tuyo que nos consiga una casa más decente ¡Es lo menos que puede hacer por ti ya que le has salvado la vida!
Una vez más, el hombre caminó hasta la orilla del mar.
– ¡Pececito de oro, asómate que necesito tu ayuda!
– ¿Qué puedo hacer por ti, amigo?
– Mi mujer está disgustada porque nuestra cabaña se cae a pedazos. Quiere una casa nueva más cómoda y confortable.
– Tranquilo, yo haré que ese deseo se cumpla.
– Muchísimas gracias.
Se dio la vuelta dejando al pez meciéndose entre las olas. Al llegar a su hogar, la cabaña había desaparecido. Su lugar lo ocupaba una coqueta casita de piedra que hasta tenía un pequeño huerto para cultivar hortalizas.
Su mujer estaba peinándose en la habitación principal.
– ¡Imagino que ahora estarás contenta! ¡Esta casa nueva es una monada y más grande que la que teníamos!
– ¿Contenta? ¡Ni de broma! No has sabido aprovecharte de la situación ¡Ya que pides, pide a lo grande! Vuelve ahora mismo y dile al pez de oro que quiero una casa lujosa y con todas las comodidades que se merece una señora de mi edad.
– Pero…
– ¡Ah, y nada de huertos, que no pienso trabajar en lo que me queda de vida! ¡Dile que prefiero un bonito jardín para dar largos paseos en primavera!
El hombre estaba harto y le parecía absurdo pedir cosas que no necesitaban, pero por no oír los lamentos de su esposa, obedeció y acudió de nuevo a la orilla del mar.
– ¡Pececito de oro, asómate que necesito tu ayuda!
– ¿Qué puedo hacer por ti, amigo?
– Siento ser tan pesado pero mi mujer sueña con una casa y una vida más lujosa.
– Amigo, no te preocupes. Hoy mismo tendrá una gran casa y todo lo que necesite para vivir en ella ¡Incluso le pondré servicio doméstico para que ni siquiera tenga que cocinar!– Muchas gracias, amigo pez. Eso más de lo que nunca soñamos.
Casi se le salen los ojos de las órbitas al llegar a su casa y encontrarse una mansión rodeada de jardines repletos de plantas exóticas y hermosas fuentes de agua.
– Madre mía… ¡qué barbaridad! Esto es digno de un rey y no de un pobre pescador como yo.
Entró y el interior le pareció fastuoso: muebles de caoba, finísimos jarrones chinos, cortinas de terciopelo, vajillas de plata… ¡Todo era tan deslumbrante que no sabía ni a dónde mirar!
Creía que lo había visto todo cuando su mujer apareció ataviada con un vestido de tul rosa, y enjoyada de arriba abajo. No venía sola sino seguida de tres doncellas y tres lacayos.
– ¡Esto es increíble! ¡Jamás había visto una casa tan grande y tan bonita! ¡Y tú, querida, estás impresionantemente guapa y elegante!… Imagino que ahora sí estarás satisfecha… ¡Hasta tenemos criados!
Con aires de emperatriz, la anciana contestó:
– ¡No, no es suficiente! ¿Todavía no te has dado cuenta de lo importante que sería capturar ese pez y tenerlo siempre a nuestra disposición? Podríamos pedirle lo que nos diera la gana a cualquier hora del día o de la noche ¡Lo tendríamos todo al alcance de la mano!
¡La ambición de la mujer no tenía límites! Antes de que el pobre pescador dijera algo, sacó a relucir el plan que había maquinado para hacerse con el pececito de oro.
– Atraparlo es difícil, así que lo mejor será ir por las buenas. Ve al mar y dile al pez de oro que quiero ser la reina del mar.
– ¿Tú… reina del mar? ¿Para qué?
– ¡Que no te enteras de nada, zoquete! Todos los seres que viven en el mar han de obedecer a su reina sin rechistar. Yo, como reina, le obligaría a vivir aquí.
– ¡Pero yo no puedo pedirle eso!
– ¡Claro que puedes, así que lárgate a la playa ahora mismo! O consigues el cargo de reina del mar para mí o no vuelves a entrar en esta casa ¿Te queda claro?
Dio tal portazo que el marido, atemorizado, salió corriendo y llegó hasta la orilla una vez más. Con mucha vergüenza llamó al pez.
– ¡Pececito de oro, asómate que necesito tu ayuda!
– ¿Qué puedo hacer por ti, amigo?
– Mi mujer insiste en seguir pidiendo ¡Ahora quiere ser la reina del mar para ordenarte que vivas en nuestra casa y trabajes para ella!
El pez se quedó en silencio ¡Esa mujer había llegado demasiado lejos! No sólo estaba abusando de él sino que encima lo tomaba por tonto. Miró con pena al anciano y de un salto se sumergió en las profundidades del mar.
– Pececito de oro, quiero hablar contigo ¡Sal a la superficie, por favor!
Desgraciadamente el pez había perdido la paciencia y no volvió a asomarse.
El hombre regresó a su casa y se quedó hundido cuando vio que todo se había esfumado. Ya no había fuentes, ni jardines, ni palacete ni sirvientes. Frente a él volvía a estar la pobre y solitaria cabaña de madera en la que siempre habían vivido. Tampoco su mujer era ya una refinada dama envuelta en tules, sino la esposa de un humilde pescador, vestida con una falda hecha de retales y zapatillas de cuerda.
¡Adiós al sueño de tenerlo todo! Muy a su pesar los dos tuvieron que continuar con su vida de trabajo y sin ningún tipo de lujos. Nunca volvieron a saber nada de aquel pececito agradecido y generoso que les había dado tanto. La ambición sin límites tuvo su castigo.
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CUENTO DE PATITO FEO
CUENTO EL MONO TRAVIESO Y EL PANDA AMISTOSO
CUENTO EL CONEJITO SOÑADOR
CUENTO
CUENTO EL PERRITO JUNIOR
CUENTO LA GRAN SERPIENTE DEL MAR

CUENTO DEL PATITO FEO
Había una vez lindos eran los días de verano! ¡Qué agradable resultaba pasear por el campo y ver el trigo amarillo, la verde avena y las parvas de heno apilado en las llanuras! Sobre sus largas patas rojas iba la cigüeña junto a algunos flamencos, que se paraban un rato sobre cada pata. Sí, era realmente encantador estar en el campo
Bañada de sol se alzaba allí una vieja mansión solariega a la que rodeaba un profundo foso; desde sus paredes hasta el borde del agua crecían unas plantas de hojas gigantescas, las mayores de las cuales eran lo suficientemente grandes para que un niño pequeño pudiese pararse debajo de ellas. Aquel lugar resultaba tan enmarañado y agreste como el más denso de los bosques, y era allí donde cierta pata había hecho su nido. Ya era tiempo de sobra para que naciesen los patitos, pero se demoraban tanto, que la mamá comenzaba a perder la paciencia, pues casi nadie venía a visitarla.
Al fin los huevo se abrieron uno tras otro. “¡Pip, pip!”, decían los patitos conforme iban asomando sus cabezas a través del cascarón.
—¡Cuac, cuac! —dijo la mamá pata, y todos los patitos se apresuraron a salir tan rápido como pudieron, dedicándose enseguida a escudriñar entre las verdes hojas. La mamá los dejó hacer, pues el verde es muy bueno para los ojos.
—¡Oh, qué grande es el mundo! —dijeron los patitos. Y ciertamente disponían de un espacio mayor que el que tenían dentro del huevo.
—¿Creen acaso que esto es el mundo entero? —preguntó la pata—. Pues sepan que se extiende mucho más allá del jardín, hasta el prado mismo del pastor, aunque yo nunca me he alejado tanto. Bueno, espero que ya estén todos —agregó, levantándose del nido—. ¡Ah, pero si todavía falta el más grande! ¿Cuánto tardará aún? No puedo entretenerme con él mucho tiempo.
Y la pata fue a sentarse de nuevo en su sitio, en el nido.
—¡Vaya, vaya! ¿Cómo anda eso? —preguntó una pata vieja que venía de visita.
—Ya no queda más que este huevo, pero tarda tanto… —dijo la pata echada—. No hay forma de que rompa. Pero fíjate en los otros, y dime si no son los patitos más lindos que se hayan visto nunca. Todos se parecen a su padre, el muy bandido. ¿Por qué no vendrá a verme?
—Déjame echar un vistazo a ese huevo que no acaba de romper —dijo la anciana—. Te apuesto a que es un huevo de pava. Así fue como me engatusaron cierta vez a mí. ¡El trabajo que me dieron aquellos pavitos! ¡Imagínate! Le tenían miedo al agua y no había forma de hacerlos entrar en ella. Yo graznaba y los picoteaba, pero de nada me servía… Pero, vamos a ver ese huevo…
—Creo que me quedaré sobre él un ratito aún —dijo la pata—. He estado tanto tiempo aquí sentada, que un poco más no me hará daño.
—Como quieras —dijo la pata vieja, y se alejó contoneándose.
Por fin se rompió el huevo. “¡Pip, pip!”, dijo el pequeño, volcándose del cascarón. La pata vio lo grande y feo que era, y exclamó:
—¡Dios mío, qué patito tan enorme! No se parece a ninguno de los otros. Y, sin embargo, me atrevo a asegurar que no es ningún crío de pavos.
Al otro día hizo un tiempo maravilloso. El sol resplandecía en las verdes hojas gigantescas. La mamá pata se acercó al foso con toda su familia y, ¡plaf!, saltó al agua.
—¡Cuac, cuac! —llamaba. Y uno tras otro los patitos se fueron abalanzando tras ella. El agua se cerraba sobre sus cabezas, pero enseguida resurgían flotando magníficamente. Movían sus patas sin el menor esfuerzo, y a poco estuvieron todos en el agua. Hasta el patito feo y gris nadaba con los otros.
—No es un pavo, por cierto —dijo la pata—. Fíjense en la elegancia con que nada, y en lo derecho que se mantiene. Sin duda que es uno de mis pequeñitos. Y si uno lo mira bien, se da cuenta pronto de que es realmente muy guapo. ¡Cuac, cuac! Vamos, vengan conmigo y déjenme enseñarles el mundo y presentarlos al corral entero. Pero no se separen mucho de mí, no sea que los pisoteen. Y anden con los ojos muy abiertos, por si viene el gato.
Y con esto se encaminaron al corral. Había allí un escándalo espantoso, pues dos familias se estaban peleando por una cabeza de anguila, que, a fin de cuentas, fue a parar al estómago del gato.
—¡Vean! ¡Así anda el mundo! —dijo la mamá relamiéndose el pico, pues también a ella la entusiasmaban las cabezas de anguila—. ¡A ver! ¿Qué pasa con esas piernas? Anden ligeros y no dejen de hacerle una bonita reverencia a esa anciana pata que está allí. Es la más fina de todos nosotros. Tiene en las venas sangre española; por eso es tan regordeta. Fíjense, además, en que lleva una cinta roja atada a una pierna: es la más alta distinción que se puede alcanzar. Es tanto como decir que nadie piensa en deshacerse de ella, y que deben respetarla todos, los animales y los hombres. ¡Anímense y no metan los dedos hacia adentro! Los patitos bien educados los sacan hacia afuera, como mamá y papá… Eso es. Ahora hagan una reverencia y digan ¡cuac!
Todos obedecieron, pero los otros patos que estaban allí los miraron con desprecio y exclamaron en alta voz:
—¡Vaya! ¡Como si ya no fuésemos bastantes! Ahora tendremos que rozarnos también con esa gentuza. ¡Uf!… ¡Qué patito tan feo! No podemos soportarlo.
Y uno de los patos salió enseguida corriendo y le dio un picotazo en el cuello.
—¡Déjenlo tranquilo! —dijo la mamá—. No le está haciendo daño a nadie.
—Sí, pero es tan desgarbado y extraño —dijo el que lo había picoteado—, que no quedará más remedio que despachurrarlo.
—¡Qué lindos niños tienes, muchacha! —dijo la vieja pata de la cinta roja—. Todos son muy hermosos, excepto uno, al que le noto algo raro. Me gustaría que pudieras hacerlo de nuevo.
Eso ni pensarlo, señora —dijo la mamá de los patitos—. No es hermoso, pero tiene muy buen carácter y nada tan bien como los otros, y me atrevería a decir que hasta un poco mejor. Espero que tome mejor aspecto cuando crezca y que, con el tiempo, no se le vea tan grande. Estuvo dentro del cascarón más de lo necesario, por eso no salió tan bello como los otros.
Y con el pico le acarició el cuello y le alisó las plumas.
—De todos modos, es macho y no importa tanto —añadió—. Estoy segura de que será muy fuerte y se abrirá camino en la vida.
—Estos otros patitos son encantadores —dijo la vieja pata—. Quiero que se sientan como en su casa. Y si por casualidad encuentran algo así como una cabeza de anguila, pueden traérmela sin pena.
Con esta invitación todos se sintieron allí a sus anchas. Pero el pobre patito que había salido el último del cascarón, y que tan feo les parecía a todos, no recibió más que picotazos, empujones y burlas, lo mismo de los patos que de las gallinas.
—¡Qué feo es! —decían.
Y el pavo, que había nacido con las espuelas puestas y que se consideraba por ello casi un
emperador, infló sus plumas como un barco a toda vela y se le fue encima con un cacareo, tan estrepitoso que toda la cara se le puso roja. El pobre patito no sabía dónde meterse. Sentía terriblemente abatido, por ser tan feo y porque todo el mundo se burlaba de él en el corral.
Así pasó el primer día. En los días siguientes, las cosas fueron de mal en peor. El pobre patito se vio acosado por todos. Incluso sus hermanos y hermanas lo maltrataban de vez en cuando y le decían:
—¡Ojalá te agarre el gato, grandulón!
Hasta su misma mamá deseaba que estuviera lejos del corral. Los patos lo pellizcaban, las gallinas lo picoteaban y, un día, la muchacha que traía la comida a las aves le asestó un puntapié.
Entonces el patito huyó del corral. De un revuelo saltó por encima de la cerca, con gran susto de los pajaritos que estaban en los arbustos, que se echaron a volar por los aires.
“¡Es porque soy tan feo!” pensó el patito, cerrando los ojos. Pero así y todo siguió corriendo hasta que, por fin, llegó a los grandes pantanos donde viven los patos salvajes, y allí se pasó toda la noche abrumado de cansancio y tristeza.
A la mañana siguiente, los patos salvajes remontaron el vuelo y miraron a su nuevo compañero.
—¿Y tú qué cosa eres? —le preguntaron, mientras el patito les hacía reverencias en todas direcciones, lo mejor que sabía.
—¡Eres más feo que un espantapájaros! —dijeron los patos salvajes—. Pero eso no importa, con tal que no quieras casarte con una de nuestras hermanas.
¡Pobre patito! Ni soñaba él con el matrimonio. Sólo quería que lo dejaran estar tranquilo entre los juncos y tomar un poquito de agua del pantano.
Unos días más tarde aparecieron por allí dos gansos salvajes. No hacía mucho que habían dejado el nido: por eso eran tan impertinentes.
—Mira, muchacho —comenzaron diciéndole—, eres tan feo que nos caes simpático. ¿Quieres emigrar con nosotros? No muy lejos, en otro pantano, viven unas gansitas salvajes muy presentables, todas solteras, que saben graznar espléndidamente. Es la oportunidad de tu vida, feo y todo como eres.
—¡Bang, bang! —se escuchó en ese instante por encima de ellos, y los dos gansos cayeron muertos entre los juncos, tiñendo el agua con
su sangre. Al eco de nuevos disparos se alzaron del pantano las bandadas de gansos salvajes, con lo que menudearon los tiros. Se había organizado una importante cacería y los tiradores rodeaban los pantanos; algunos hasta se habían sentado en las ramas de los árboles que se extendían sobre los juncos. Nubes de humo negro se esparcieron por el oscuro bosque y fueron a perderse lejos, sobre el agua.
Los perros de caza aparecieron chapaleando entre el agua, y, a su avance, doblándose aquí y allá las cañas y los juncos. Aquello aterrorizó al pobre patito feo, que ya se disponía a ocultar la cabeza bajo el ala cuando apareció junto a él un enorme y espantoso perro: la lengua le colgaba fuera de la boca y sus ojos miraban con brillo temible. Le acercó el hocico, le enseñó sus agudos dientes, y de pronto… ¡plaf!… ¡allá se fue otra vez sin tocarlo!
El patito dio un suspiro de alivio.
—Por suerte soy tan feo que ni los perro tienen ganas de comerme —se dijo. Y se tendió allí muy quieto, mientras los perdigones repiqueteaban sobre los juncos, y las descargas, una tras otra, atronaban los aires.
Era muy tarde cuando las cosa se calmaron, y aún entonces el pobre no se atrevía a levantarse. Esperó todavía varias horas antes de arriesgarse a echar un vistazo, y, en cuanto lo hizo, enseguida se escapó de los pantanos tan rápido como pudo. Echó a correr por campos y praderas; pero hacía tanto viento, que le costaba no poco trabajo mantenerse sobre sus pies.
Hacia el crepúsculo llegó a una pobre cabaña campesina. Se sentía en tan mal estado que no sabía de qué parte caerse, y, en la duda, permanecía de pie. El viento soplaba tan ferozmente alrededor del patito que éste tuvo que sentarse sobre su propia cola, para no ser arrastrado. En eso notó que una de las bisagras de la puerta se había caído, y que la hoja colgaba con una inclinación tal que le sería fácil filtrarse por la estrecha abertura. Y así lo hizo.
En la cabaña vivía una anciana con su gato y su gallina. El gato, a quien la anciana llamaba “Hijito”, sabía arquear el lomo y ronronear; hasta era capaz de echar chispas si lo frotaban a contrapelo. La gallina tenía unas patas tan cortas que le habían puesto por nombre “Chiquitita Piernas cortas”. Era una gran ponedora y la anciana la quería como a su propia hija.
Cuando llegó la mañana, el gato y la gallina no tardaron en descubrir al extraño patito. El gato lo saludó ronroneando y la gallina con su cacareo.
—Pero ¿qué pasa? —preguntó la vieja, mirando a su alrededor. No andaba muy bien de la vista, así que se creyó que el patito feo era una pata regordeta que se había perdido—. ¡Qué suerte! —dijo—. Ahora tendremos huevos de pata. ¡Con tal que no sea macho! Le daremos unos días de prueba.
Así que al patito le dieron tres semanas de plazo para poner, al término de las cuales, por supuesto, no había ni rastros de huevo. Ahora bien, en aquella casa el gato era el dueño y la gallina la dueña, y siempre que hablaban de sí mismos solían decir: “nosotros y el mundo”, porque opinaban que ellos solos formaban la mitad del mundo, y lo que es más, la mitad más importante. Al patito le parecía que sobre esto podía haber otras opiniones, pero la gallina ni siquiera quiso oírlo.
—¿Puedes poner huevos? —le preguntó.
—No.
—Pues entonces, ¡cállate!
Y el gato le preguntó:
—¿Puedes arquear el lomo, o ronronear, o echar chispas?
—No.
—Pues entonces, guárdate tus opiniones cuando hablan las personas sensatas.
Con lo que el patito fue a sentarse en un rincón, muy desanimado. Pero de pronto recordó el aire fresco y el sol, y sintió una nostalgia tan grande de irse a nadar en el agua que —¡no pudo evitarlo!— fue y se lo contó a la gallina.
—¡Vamos! ¿Qué te pasa? —le dijo ella—. Bien se ve que no tienes nada que hacer; por eso piensas tantas tonterías. Te las sacudirías muy pronto si te dedicaras a poner huevos o a ronronear.
—¡Pero es tan sabroso nadar en el agua! —dijo el patito feo—. ¡Tan sabroso zambullir la cabeza y bucear hasta el mismo fondo!
—Sí, muy agradable —dijo la gallina—. Me parece que te has vuelto loco. Pregúntale al gato, ¡no hay nadie tan listo como él! ¡Pregúntale a nuestra vieja ama, la mujer más sabia del mundo! ¿Crees que a ella le gusta nadar y zambullirse?
—No me comprendes —dijo el patito.
Había una vez lindos eran los días de verano! ¡Qué agradable resultaba pasear por el campo y ver el trigo amarillo, la verde avena y las parvas de heno apilado en las llanuras! Sobre sus largas patas rojas iba la cigüeña junto a algunos flamencos, que se paraban un rato sobre cada pata. Sí, era realmente encantador estar en el campo
Bañada de sol se alzaba allí una vieja mansión solariega a la que rodeaba un profundo foso; desde sus paredes hasta el borde del agua crecían unas plantas de hojas gigantescas, las mayores de las cuales eran lo suficientemente grandes para que un niño pequeño pudiese pararse debajo de ellas. Aquel lugar resultaba tan enmarañado y agreste como el más denso de los bosques, y era allí donde cierta pata había hecho su nido. Ya era tiempo de sobra para que naciesen los patitos, pero se demoraban tanto, que la mamá comenzaba a perder la paciencia, pues casi nadie venía a visitarla.
Al fin los huevo se abrieron uno tras otro. “¡Pip, pip!”, decían los patitos conforme iban asomando sus cabezas a través del cascarón.
—¡Cuac, cuac! —dijo la mamá pata, y todos los patitos se apresuraron a salir tan rápido como pudieron, dedicándose enseguida a escudriñar entre las verdes hojas. La mamá los dejó hacer, pues el verde es muy bueno para los ojos.
—¡Oh, qué grande es el mundo! —dijeron los patitos. Y ciertamente disponían de un espacio mayor que el que tenían dentro del huevo.
—¿Creen acaso que esto es el mundo entero? —preguntó la pata—. Pues sepan que se extiende mucho más allá del jardín, hasta el prado mismo del pastor, aunque yo nunca me he alejado tanto. Bueno, espero que ya estén todos —agregó, levantándose del nido—. ¡Ah, pero si todavía falta el más grande! ¿Cuánto tardará aún? No puedo entretenerme con él mucho tiempo.
Y la pata fue a sentarse de nuevo en su sitio, en el nido.
—¡Vaya, vaya! ¿Cómo anda eso? —preguntó una pata vieja que venía de visita.
—Ya no queda más que este huevo, pero tarda tanto… —dijo la pata echada—. No hay forma de que rompa. Pero fíjate en los otros, y dime si no son los patitos más lindos que se hayan visto nunca. Todos se parecen a su padre, el muy bandido. ¿Por qué no vendrá a verme?
—Déjame echar un vistazo a ese huevo que no acaba de romper —dijo la anciana—. Te apuesto a que es un huevo de pava. Así fue como me engatusaron cierta vez a mí. ¡El trabajo que me dieron aquellos pavitos! ¡Imagínate! Le tenían miedo al agua y no había forma de hacerlos entrar en ella. Yo graznaba y los picoteaba, pero de nada me servía… Pero, vamos a ver ese huevo…
—Creo que me quedaré sobre él un ratito aún —dijo la pata—. He estado tanto tiempo aquí sentada, que un poco más no me hará daño.
—Como quieras —dijo la pata vieja, y se alejó contoneándose.
Por fin se rompió el huevo. “¡Pip, pip!”, dijo el pequeño, volcándose del cascarón. La pata vio lo grande y feo que era, y exclamó:
—¡Dios mío, qué patito tan enorme! No se parece a ninguno de los otros. Y, sin embargo, me atrevo a asegurar que no es ningún crío de pavos.
Al otro día hizo un tiempo maravilloso. El sol resplandecía en las verdes hojas gigantescas. La mamá pata se acercó al foso con toda su familia y, ¡plaf!, saltó al agua.
—¡Cuac, cuac! —llamaba. Y uno tras otro los patitos se fueron abalanzando tras ella. El agua se cerraba sobre sus cabezas, pero enseguida resurgían flotando magníficamente. Movían sus patas sin el menor esfuerzo, y a poco estuvieron todos en el agua. Hasta el patito feo y gris nadaba con los otros.
—No es un pavo, por cierto —dijo la pata—. Fíjense en la elegancia con que nada, y en lo derecho que se mantiene. Sin duda que es uno de mis pequeñitos. Y si uno lo mira bien, se da cuenta pronto de que es realmente muy guapo. ¡Cuac, cuac! Vamos, vengan conmigo y déjenme enseñarles el mundo y presentarlos al corral entero. Pero no se separen mucho de mí, no sea que los pisoteen. Y anden con los ojos muy abiertos, por si viene el gato.
Y con esto se encaminaron al corral. Había allí un escándalo espantoso, pues dos familias se estaban peleando por una cabeza de anguila, que, a fin de cuentas, fue a parar al estómago del gato.
—¡Vean! ¡Así anda el mundo! —dijo la mamá relamiéndose el pico, pues también a ella la entusiasmaban las cabezas de anguila—. ¡A ver! ¿Qué pasa con esas piernas? Anden ligeros y no dejen de hacerle una bonita reverencia a esa anciana pata que está allí. Es la más fina de todos nosotros. Tiene en las venas sangre española; por eso es tan regordeta. Fíjense, además, en que lleva una cinta roja atada a una pierna: es la más alta distinción que se puede alcanzar. Es tanto como decir que nadie piensa en deshacerse de ella, y que deben respetarla todos, los animales y los hombres. ¡Anímense y no metan los dedos hacia adentro! Los patitos bien educados los sacan hacia afuera, como mamá y papá… Eso es. Ahora hagan una reverencia y digan ¡cuac!
Todos obedecieron, pero los otros patos que estaban allí los miraron con desprecio y exclamaron en alta voz:
—¡Vaya! ¡Como si ya no fuésemos bastantes! Ahora tendremos que rozarnos también con esa gentuza. ¡Uf!… ¡Qué patito tan feo! No podemos soportarlo.
Y uno de los patos salió enseguida corriendo y le dio un picotazo en el cuello.
—¡Déjenlo tranquilo! —dijo la mamá—. No le está haciendo daño a nadie.
—Sí, pero es tan desgarbado y extraño —dijo el que lo había picoteado—, que no quedará más remedio que despachurrarlo.
—¡Qué lindos niños tienes, muchacha! —dijo la vieja pata de la cinta roja—. Todos son muy hermosos, excepto uno, al que le noto algo raro. Me gustaría que pudieras hacerlo de nuevo.
Eso ni pensarlo, señora —dijo la mamá de los patitos—. No es hermoso, pero tiene muy buen carácter y nada tan bien como los otros, y me atrevería a decir que hasta un poco mejor. Espero que tome mejor aspecto cuando crezca y que, con el tiempo, no se le vea tan grande. Estuvo dentro del cascarón más de lo necesario, por eso no salió tan bello como los otros.
Y con el pico le acarició el cuello y le alisó las plumas.
—De todos modos, es macho y no importa tanto —añadió—. Estoy segura de que será muy fuerte y se abrirá camino en la vida.
—Estos otros patitos son encantadores —dijo la vieja pata—. Quiero que se sientan como en su casa. Y si por casualidad encuentran algo así como una cabeza de anguila, pueden traérmela sin pena.
Con esta invitación todos se sintieron allí a sus anchas. Pero el pobre patito que había salido el último del cascarón, y que tan feo les parecía a todos, no recibió más que picotazos, empujones y burlas, lo mismo de los patos que de las gallinas.
—¡Qué feo es! —decían.
Y el pavo, que había nacido con las espuelas puestas y que se consideraba por ello casi un
emperador, infló sus plumas como un barco a toda vela y se le fue encima con un cacareo, tan estrepitoso que toda la cara se le puso roja. El pobre patito no sabía dónde meterse. Sentía terriblemente abatido, por ser tan feo y porque todo el mundo se burlaba de él en el corral.
Así pasó el primer día. En los días siguientes, las cosas fueron de mal en peor. El pobre patito se vio acosado por todos. Incluso sus hermanos y hermanas lo maltrataban de vez en cuando y le decían:
—¡Ojalá te agarre el gato, grandulón!
Hasta su misma mamá deseaba que estuviera lejos del corral. Los patos lo pellizcaban, las gallinas lo picoteaban y, un día, la muchacha que traía la comida a las aves le asestó un puntapié.
Entonces el patito huyó del corral. De un revuelo saltó por encima de la cerca, con gran susto de los pajaritos que estaban en los arbustos, que se echaron a volar por los aires.
“¡Es porque soy tan feo!” pensó el patito, cerrando los ojos. Pero así y todo siguió corriendo hasta que, por fin, llegó a los grandes pantanos donde viven los patos salvajes, y allí se pasó toda la noche abrumado de cansancio y tristeza.
A la mañana siguiente, los patos salvajes remontaron el vuelo y miraron a su nuevo compañero.
—¿Y tú qué cosa eres? —le preguntaron, mientras el patito les hacía reverencias en todas direcciones, lo mejor que sabía.
—¡Eres más feo que un espantapájaros! —dijeron los patos salvajes—. Pero eso no importa, con tal que no quieras casarte con una de nuestras hermanas.
¡Pobre patito! Ni soñaba él con el matrimonio. Sólo quería que lo dejaran estar tranquilo entre los juncos y tomar un poquito de agua del pantano.
Unos días más tarde aparecieron por allí dos gansos salvajes. No hacía mucho que habían dejado el nido: por eso eran tan impertinentes.
—Mira, muchacho —comenzaron diciéndole—, eres tan feo que nos caes simpático. ¿Quieres emigrar con nosotros? No muy lejos, en otro pantano, viven unas gansitas salvajes muy presentables, todas solteras, que saben graznar espléndidamente. Es la oportunidad de tu vida, feo y todo como eres.
—¡Bang, bang! —se escuchó en ese instante por encima de ellos, y los dos gansos cayeron muertos entre los juncos, tiñendo el agua con
su sangre. Al eco de nuevos disparos se alzaron del pantano las bandadas de gansos salvajes, con lo que menudearon los tiros. Se había organizado una importante cacería y los tiradores rodeaban los pantanos; algunos hasta se habían sentado en las ramas de los árboles que se extendían sobre los juncos. Nubes de humo negro se esparcieron por el oscuro bosque y fueron a perderse lejos, sobre el agua.
Los perros de caza aparecieron chapaleando entre el agua, y, a su avance, doblándose aquí y allá las cañas y los juncos. Aquello aterrorizó al pobre patito feo, que ya se disponía a ocultar la cabeza bajo el ala cuando apareció junto a él un enorme y espantoso perro: la lengua le colgaba fuera de la boca y sus ojos miraban con brillo temible. Le acercó el hocico, le enseñó sus agudos dientes, y de pronto… ¡plaf!… ¡allá se fue otra vez sin tocarlo!
El patito dio un suspiro de alivio.
—Por suerte soy tan feo que ni los perro tienen ganas de comerme —se dijo. Y se tendió allí muy quieto, mientras los perdigones repiqueteaban sobre los juncos, y las descargas, una tras otra, atronaban los aires.
Era muy tarde cuando las cosa se calmaron, y aún entonces el pobre no se atrevía a levantarse. Esperó todavía varias horas antes de arriesgarse a echar un vistazo, y, en cuanto lo hizo, enseguida se escapó de los pantanos tan rápido como pudo. Echó a correr por campos y praderas; pero hacía tanto viento, que le costaba no poco trabajo mantenerse sobre sus pies.
Hacia el crepúsculo llegó a una pobre cabaña campesina. Se sentía en tan mal estado que no sabía de qué parte caerse, y, en la duda, permanecía de pie. El viento soplaba tan ferozmente alrededor del patito que éste tuvo que sentarse sobre su propia cola, para no ser arrastrado. En eso notó que una de las bisagras de la puerta se había caído, y que la hoja colgaba con una inclinación tal que le sería fácil filtrarse por la estrecha abertura. Y así lo hizo.
En la cabaña vivía una anciana con su gato y su gallina. El gato, a quien la anciana llamaba “Hijito”, sabía arquear el lomo y ronronear; hasta era capaz de echar chispas si lo frotaban a contrapelo. La gallina tenía unas patas tan cortas que le habían puesto por nombre “Chiquitita Piernas cortas”. Era una gran ponedora y la anciana la quería como a su propia hija.
Cuando llegó la mañana, el gato y la gallina no tardaron en descubrir al extraño patito. El gato lo saludó ronroneando y la gallina con su cacareo.
—Pero ¿qué pasa? —preguntó la vieja, mirando a su alrededor. No andaba muy bien de la vista, así que se creyó que el patito feo era una pata regordeta que se había perdido—. ¡Qué suerte! —dijo—. Ahora tendremos huevos de pata. ¡Con tal que no sea macho! Le daremos unos días de prueba.
Así que al patito le dieron tres semanas de plazo para poner, al término de las cuales, por supuesto, no había ni rastros de huevo. Ahora bien, en aquella casa el gato era el dueño y la gallina la dueña, y siempre que hablaban de sí mismos solían decir: “nosotros y el mundo”, porque opinaban que ellos solos formaban la mitad del mundo, y lo que es más, la mitad más importante. Al patito le parecía que sobre esto podía haber otras opiniones, pero la gallina ni siquiera quiso oírlo.
—¿Puedes poner huevos? —le preguntó.
—No.
—Pues entonces, ¡cállate!
Y el gato le preguntó:
—¿Puedes arquear el lomo, o ronronear, o echar chispas?
—No.
—Pues entonces, guárdate tus opiniones cuando hablan las personas sensatas.
Con lo que el patito fue a sentarse en un rincón, muy desanimado. Pero de pronto recordó el aire fresco y el sol, y sintió una nostalgia tan grande de irse a nadar en el agua que —¡no pudo evitarlo!— fue y se lo contó a la gallina.
—¡Vamos! ¿Qué te pasa? —le dijo ella—. Bien se ve que no tienes nada que hacer; por eso piensas tantas tonterías. Te las sacudirías muy pronto si te dedicaras a poner huevos o a ronronear.
—¡Pero es tan sabroso nadar en el agua! —dijo el patito feo—. ¡Tan sabroso zambullir la cabeza y bucear hasta el mismo fondo!
—Sí, muy agradable —dijo la gallina—. Me parece que te has vuelto loco. Pregúntale al gato, ¡no hay nadie tan listo como él! ¡Pregúntale a nuestra vieja ama, la mujer más sabia del mundo! ¿Crees que a ella le gusta nadar y zambullirse?
—No me comprendes —dijo el patito.
—Pues si yo no te comprendo, me gustaría saber quién podrá comprenderte. De seguro que no pretenderás ser más sabio que el gato y la señora, para no mencionarme a mí misma. ¡No seas tonto, muchacho! ¿No te has encontrado un cuarto cálido y confortable, donde te hacen compañía quienes pueden enseñarte? Pero no eres más que un tonto, y a nadie le hace gracia tenerte aquí. Te doy mi palabra de que si te digo cosas desagradables es por tu propio bien: sólo los buenos amigos nos dicen las verdades. Haz ahora tu parte y aprende a poner huevos o a ronronear y echar chispas.
—Creo que me voy a recorrer el ancho mundo
—dijo el patito.
—Sí, vete —dijo la gallina.
Y así fue como el patito se marchó. Nadó y se zambulló; pero ningún ser viviente quería tratarse con él por lo feo que era.
Pronto llegó el otoño. Las hojas en el bosque se tornaron amarillas o pardas; el viento las arrancó y las hizo girar en remolinos, y los cielos tomaron un aspecto hosco y frío. Las nubes colgaban bajas, cargadas de granizo y nieve, y el cuervo, que solía posarse en la tapia, graznaba “¡cau, cau!”, de frío que tenía. Sólo de pensarlo le daban a uno escalofríos. Sí, el pobre patito feo no lo estaba pasando muy bien.
Cierta tarde, mientras el sol se ponía en un maravilloso crepúsculo, emergió de entre los arbustos una bandada de grandes y hermosas aves. El patito no había visto nunca unos animales tan espléndidos. Eran de una blancura resplandeciente, y tenían largos y esbeltos cuellos. Eran cisnes. A la vez que lanzaban un fantástico grito, extendieron sus largas, sus magníficas alas, y remontaron el vuelo, alejándose de aquel frío hacia los lagos abiertos y las tierras cálidas.
Se elevaron muy alto, muy alto, allá entre los aires, y el patito feo se sintió lleno de una rara inquietud. Comenzó a dar vueltas y vueltas en el agua lo mismo que una rueda, estirando el cuello en la dirección que seguían, que él mismo se asustó al oírlo. ¡Ah, jamás podría olvidar aquellos hermosos y afortunados pájaros! En cuanto los perdió de vista, se sumergió derecho hasta el fondo, y se hallaba como fuera de sí cuando regresó a la superficie. No tenía idea de cuál podría ser el nombre de aquellas aves, ni de adónde se dirigían, y, sin embargo, eran más importantes para él que todas las que había conocido hasta entonces. No las envidiaba en modo alguno: ¿cómo se atrevería siquiera a soñar que aquel esplendor pudiera pertenecerle? Ya se daría por satisfecho con que los patos lo tolerasen, ¡pobre criatura estrafalaria que era!
¡Cuán frío se presentaba aquel invierno! El patito se veía forzado a nadar incesantemente para impedir que el agua se congelase en torno suyo.
Pero cada noche el hueco en que nadaba se hacía más y más pequeño. Vino luego una helada tan fuerte, que el patito, para que el agua no se cerrase definitivamente, ya tenía que mover las patas todo el tiempo en el hielo crujiente. Por fin, debilitado por el esfuerzo, quedose muy quieto y comenzó a congelarse rápidamente sobre el hielo.
A la mañana siguiente, muy temprano, lo encontró un campesino. Rompió el hielo con uno de sus zuecos de madera, lo recogió y lo llevó a casa, donde su mujer se encargó de revivirlo.
Los niños querían jugar con él, pero el patito feo tenía terror de sus travesuras y, con el miedo, fue a meterse revoloteando en la paila de la leche, que se derramó por todo el piso. Gritó la mujer y dio unas palmadas en el aire, y él, más asustado, se metió de un vuelo en el barril de la mantequilla, y desde allí se lanzó de cabeza al cajón de la harina, de donde salió hecho una lástima. ¡Había que verlo! Chillaba la mujer y quería darle con la escoba, y los niños tropezaban unos con otros tratando de echarle mano. ¡Cómo gritaban y se reían! Fue una suerte que la puerta estuviera abierta. El patito se precipitó afuera, entre los arbustos, y se hundió, atolondrado, entre la nieve recién caída.
Pero sería demasiado cruel describir todas las miserias y trabajos que el patito tuvo que pasar durante aquel crudo invierno. Había buscado refugio entre los juncos cuando las alondras comenzaron a cantar y el sol a calentar de nuevo: llegaba la hermosa primavera.
Entonces, de repente, probó sus alas: el zumbido que hicieron fue mucho más fuerte que otras veces, y lo arrastraron rápidamente a lo alto. Casi sin darse cuenta, se halló en un vasto jardín con manzanos en flor y fragantes lilas, que colgaban de las verdes ramas sobre un sinuoso arroyo. ¡Oh, qué agradable era estar allí, en la frescura de la primavera! Y en eso surgieron frente a él de la espesura tres hermosos cisnes blancos, rizando sus plumas y dejándose llevar con suavidad por la corriente. El patito feo reconoció a aquellas espléndidas criaturas que una vez había visto levantar el vuelo, y se sintió sobrecogido por un extraño sentimiento de melancolía.
—¡Volaré hasta esas regias aves! —se dijo—. Me darán de picotazos hasta matarme, por haberme atrevido, feo como soy, a aproximarme a ellas. Pero, ¡qué importa! Mejor es que ellas me maten, a sufrir los pellizcos de los patos, los picotazos de las gallinas, los golpes de la muchacha que cuida las aves y los rigores del invierno.
Y así, voló hasta el agua y nadó hacia los hermosos cisnes. En cuanto lo vieron, se le acercaron con las plumas encrespadas.
—¡Sí, mátenme, mátenme! —gritó la desventurada criatura, inclinando la cabeza hacia el agua en espera de la muerte. Pero, ¿qué es lo que vio allí en la límpida corriente? ¡Era un reflejo de sí mismo, pero no ya el reflejo de un pájaro torpe y gris, feo y repugnante, no, sino el reflejo de un cisne!
Poco importa que se nazca en el corral de los patos, siempre que uno salga de un huevo de cisne. Se sentía realmente feliz de haber pasado tantos trabajos y desgracias, pues esto lo ayudaba a apreciar mejor la alegría y la belleza que le esperaban. Y los tres cisnes nadaban y nadaban a su alrededor y lo acariciaban con sus picos.
En el jardín habían entrado unos niños que lanzaban al agua pedazos de pan y semillas. El más pequeño exclamó:
—¡Ahí va un nuevo cisne!
Y los otros niños corearon con gritos de alegría:
—¡Sí, hay un cisne nuevo!
Y batieron palmas y bailaron, y corrieron a buscar a sus padres. Había pedacitos de pan y de pasteles en el agua, y todo el mundo decía:
—¡El nuevo es el más hermoso! ¡Qué joven y esbelto es!
Y los cisnes viejos se inclinaron ante él. Esto lo llenó de timidez, y escondió la cabeza bajo el ala, sin que supiese explicarse la razón. Era muy, pero muy feliz, aunque no había en él ni una pizca de orgullo, pues este no cabe en los corazones bondadosos. Y mientras recordaba los desprecios
y humillaciones del pasado, oía cómo todos decían ahora que era el más hermoso de los cisnes. Las lilas inclinaron sus ramas ante él, bajándolas hasta el agua misma, y los rayos del sol eran cálidos y amables. Rizó entonces sus alas, alzó el esbelto cuello y se alegró desde lo hondo de su corazón:
Jamás soñé que podría haber tanta felicidad, allá en los tiempos en que era sólo un patito feo.
EL MONO TRAVIESO Y EL PANDA AMISTOSO
Había una vez una hermosa familia que decidió pasar un día en el zoológico. Mamá, papá y sus dos hijos pequeños, Lucas y Sofía, estaban emocionados por ver a todos los animales.
Cuando llegaron al zoo, lo primero que vieron fue una gran jaula de pandas. Lucas y Sofía se quedaron maravillados con estos adorables animales de pelaje blanco y negro. Los pandas jugaban entre sí, comían bambú y parecían muy felices.
"¡Mira mamá! ¡Quiero ser amigo de los pandas!" exclamó Lucas emocionado. "Son realmente encantadores", dijo papá sonriendo. La familia continuó su recorrido por el zoológico, visitando a los leones, elefantes y monos. Pero había algo que no podían dejar de pensar: los helados.
El sol brillaba fuerte y todos tenían ganas de refrescarse con uno. Finalmente llegaron a la zona de comida del zoológico donde había un puesto de helados.
Mamá compró cuatro deliciosos helados para la familia: uno para ella, uno para papá y dos más pequeños para Lucas y Sofía. Lucas sostuvo su helado mientras caminaban hacia un banco cercano.
Pero justo cuando estaba a punto de darle un mordisco al cono, algo inesperado sucedió: un travieso mono se acercó corriendo desde atrás y le arrebató el helado. "¡Oh no! ¡El mono me robó mi helado!" gritó Lucas sorprendido. Sofía comenzó a llorar al ver cómo su hermanito perdía su helado.
La familia se sintió triste por el incidente, pero sabían que no podían hacer nada al respecto. Justo en ese momento, un panda apareció caminando lentamente hacia ellos. Parecía haber escapado de su jaula y se acercó a Lucas con algo en sus patas.
"¡Mira Lucas! ¡El panda trajo otro helado para ti!" exclamó mamá sorprendida. Lucas abrió los ojos emocionado mientras el panda le entregaba un delicioso helado igualito al que había perdido.
"¡Gracias amiguito panda!" dijo Lucas sonriendo y abrazando al animalito animal. La familia estaba maravillada con la generosidad del panda. Todos compartieron risas y felicidad mientras disfrutaban de sus helados juntos en el banco del zoológico.
A partir de ese día, la familia siempre recordaría aquel encuentro especial con el panda y cómo enseñó a Lucas una lección importante sobre la amistad y la generosidad. Y así, entre risas, animales exóticos y deliciosos helados, la familia creó recuerdos inolvidables en aquel hermoso día en el zoológico.
El amor familiar siempre los acompañaría, sin importar dónde estuvieran o qué aventuras vivieran juntos.
FIN
AUTORA NATHALY MARTINEZ
CUENTO EL CONEJITO SOÑADOR
Al principio el conejito se sintió muy triste y empezó a pensar que sus historias eran muy aburridas y por eso nadie las quería escuchar. Pero pese a eso continuó escribiendo.
Las historias del conejito eran increíbles y le permitían vivir todo tipo de aventuras. Se imaginaba vestido de caballero salvando a inocentes princesas o sintiendo el frío del mar sobre su traje de buzo mientras exploraba las profundidades del océano.
Se pasaba el día escribiendo historias y dibujando los lugares que imaginaba. De vez en cuando, salía al bosque a leer en voz alta, por si alguien estaba interesado en compartir sus relatos.
Un día, mientras el conejito soñador leía entusiasmado su último relato, apareció por allí una hermosa conejita que parecía perdida. Pero nuestro amigo estaba tan entregado a la interpretación de sus propios cuentos que ni se enteró de que alguien lo escuchaba. Cuando acabó, la conejita le aplaudió con entusiasmo.
-Vaya, no sabía que tenía público- dijo el conejito soñador a la recién llegada -. ¿Te ha gustado mi historia?
-Ha sido muy emocionante -respondió ella-. ¿Sabes más historias?
-¡Claro!- dijo emocionado el conejito -. Yo mismo las escribo.
- ¿De verdad? ¿Y son todas tan apasionantes?
- ¿Tu crees que son apasionantes? Todo el mundo dice que son aburridísimas…
- Pues eso no es cierto, a mi me ha gustado mucho. Ojalá yo supiera saber escribir historias como la tuya pero no se...
El conejito se dio cuenta de que la conejita se había puesto de repente muy triste así que se acercó y, pasándole la patita por encima del hombro, le dijo con dulzura:
- Yo puedo enseñarte si quieres a escribirlas. Seguro que aprendes muy rápido
- ¿Sí? ¿Me lo dices en serio?
- ¡Claro que sí! ¡Hasta podríamos escribirlas juntos!
- ¡Genial! Estoy deseando explorar esos lugares, viajar a esos mundos y conocer a todos esos villanos y malandrines -dijo la conejita-
Los conejitos se hicieron muy amigos y compartieron juegos y escribieron cientos de libros que leyeron a niños de todo el mundo.
Sus historias jamás contadas y peripecias se hicieron muy famosas y el conejito no volvió jamás a sentirse solo ni tampoco a dudar de sus historias.
- < BEGINNING
- END >
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